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jueves, 25 de enero de 2024

La Ley de Amnistía: Reflexiones sobre el 'ius puniendi' en la Tradición Jurídica Moderna

El ser humano desde su constitución ha buscado en el castigo un elemento condicionante de su misma conducta. No obstante, es imposible aislar el hecho punitivo de una idea concreta que se integre en una interpretación general del Derecho. Por ello será necesario recorrer ciertas nociones sobre la naturaleza jurídica en el que sostiene como elemento constitutivo al castigo. Ello nos dará la pauta para poder valorar con propiedad y así, considerar cuando debe ser punible una conducta. Para ello se acotará en distintos marcos generales del derecho esta misma idea base.

En un tratado crucial, “La crítica de la razón práctica”, Immanuel Kant, por primera vez, abordó de un modo clarividente la esencia de una idea global del Derecho por medio de las categorías trascendentales. Ello implica el preguntar aquello subyacente en toda  ley. Cabe, sin embargo, remitirse a la idea de la moral primero. El filósofo alemán determinó que todo el conocimiento práctico (el vinculado al actuar) emana de las máximas de la moral y que todas ellas, a la vez, se desprenden del imperativo categórico. Así se expresa por medio de la máxima como elemento contenedor de la casuística del actuar y el imperativo categórico, en tanto que principio ordenador de toda acción posible e inherente a ella. Su dicción es, por un lado, que toda máxima debe integrarse con las demás sin contradecirse. Por el otro, se debe extrapolar que todo individuo ajeno al propio ser pueda disponer de las mismas máximas; de modo que se establece un principio general de actuación social. El Derecho será pues el garante de tal posibilidad y el hecho punitivo se establece en base a la desviación de la compatibilidad de una acción que colisiona con la universalidad del dictado del imperativo categórico.  Kant, pues, da lugar a la primera idea integral del Derecho de matriz estrictamente contemporánea.

Apenas poco más de dos decenios antes a la obra kantiana, el ‘Ilustrado’ Jean-Jaques Rousseau ahondó en el pragmatismo para explicar, también, la génesis y necesidad de las leyes como principio base de una convivencia social. Así, si en el estado natural –esto es, en la humanidad en su desnudez; en su mera “animalidad”- se encuentra al margen de toda norma. El desarrollo humano sin embargo, ha derivado en una “conveniencia” en la cual cada uno de nosotros actuamos como un diente de un complejo engranaje de una máquina que nos permite vivir juntos, sin disputas y en armonía. De este modo cada cual adopta un rol social. Esa “conveniencia” no deja de ser un principio ordenador subyacente al que no prestamos ni atención consciente. Sin embargo la unanimidad de los miembros decidimos conformar un pacto tácito o “contrato social” en base al cual, todos y cada uno nos debemos al soberano. Aléjese cualquier idea análoga al monarca; el soberano aquí es la sociedad o las personas que se vinculan para servirla, actuando cada cual en ese engranaje para que la capacidad motriz mantenga esa cohesión ¿Y qué se debe castigar? La pregunta por obvia no se va a omitir: solo será punible aquello que rompa con el orden estipulado en el “contrato social” que nos vincula. Solo allí termina la libertad propia; esto es, en el punto de extensión que coerza la libertad ajena. Solo en caso de romper ese límite metafísico tendrá sentido el castigo, no para nada más que para la mera evitación.

Haciendo un salto de dos centurias adelante sale a colación una propuesta que se eleva sobre la estructura de la idea de Rousseau y del contrato social. No obstante, el teórico estadounidense John Rawls le insufló un aire renovador y profundamente vivo al viejo constructo ilustrado. Ahora la posición del legislador es la llamada “posición originaria”. En ella cada individuo se encontraría bajo en “velo de ignorancia”; esto es, conociendo todo lo que materialmente existe pero sin saber qué rol o qué posición social ostentaríamos ante la materia dicha y, a la vez, en la conjetura particular de un orden social concreto ¿Qué debe hacer un legislador? En este sentido, Rawls opinaba que lo coherente, ante el desconocimiento, sería buscar la sociedad más justa, la considerada más ecuánime. Ello implica el nacimiento de unos derechos que todos convendríamos que son universales, ‘erga omnes’ e inajenables. A la vez, enterraba los últimos reductos del utilitarismo y de John Stuart Mill, que anhelaba maximizar el bienestar social a costa –si era necesario- de sacrificar a una parte de la sociedad siempre que se justificara en términos de dicha posición de máximos. Rawls, más allá de defender unos derechos justos y una igualdad de oportunidades se aventuraba a cerrar su idea de ecuanimidad en base al principio de la diferencia. Así, no todos los individuos serían estrictamente iguales, podían ser desiguales siempre que el incremento del beneficio para el más rico de esa hipotética sociedad implicaba, a su vez, un aumento del beneficio para el individuo más pobre. Obsta decir que era castigable toda conducta que vulnerara el tenor del contrato establecido en la “posición originaria”. Eso lógicamente no puede más que hacerse fuera de ella, pues solo puede obrar en contra por su interés particular que, nunca será subsumible al genérico desconocimiento que emana de ubicarse en dicha posición y bajo el velo de ignorancia. El entramado de Rawls conformaba un cierre perfecto a una “idea convencional” –esto es, basada en un pacto social- que, a la vez, actualizaba y enriquecía la sugerente propuesta rousseauniana.

Como se puede observar del tenor de lo enunciado, la idea relativa a lo punible solo puede tener el sentido de evitación con respecto a la alteración del constructo que cada cual ha determinado. En el marco de un Estado de Derecho contemporáneo, el ius puniendi exige reconceptualizar la idea misma de “castigo” y liberar el término de su carga retributiva. Dicho de otro modo, no es aplicable la Ley del Talión –ni asimilables atenuadas- en una hipótesis cuyo principio general no es otro que el de restaurar, en cada desviación, el marco normativo. Tampoco debe considerarse que éste sea inamovible. Como bien se puede ver, se normativiza toda cosa existente en tanto que todo cuanto aparece puede ser susceptible de convertirse en objeto de actuación. Solo el modo de obrar que rompa con el marco normativo puede ser sometido a punición Sin embargo ¿acontece esto en la actividad legislativa actual? ¿Actúa el legislador bajo el mandato cuyo principio no es otro que el del mantenimiento de ese marco, ordenado en los términos que se han planteado hasta aquí? Veámoslo con más detenimiento.

Si se habla de actividad legislativa en España, quien más o quien menos estará informado sobre la tramitación de la llamada “ley de amnistía” para liberar de responsabilidad penal a los actores condenados en el marco de ‘el procés’. En este contexto: ¿puede otorgarse una medida de gracia solamente a quienes habrían delinquido en actuaciones vinculadas a la voluntad de instaurar un Estado catalán segregado del Estado español y en régimen de homonimia del primero respecto del segundo? La pregunta encierra dos respuestas que se abordaran por orden de profundidad. En primer lugar, nadie que haya delinquido –entendiendo esto como contravención del imperativo categórico kantiano o de los modelos convencionales de Rousseau o Rawls- puede quedar impune de un castigo; pues se exige una punición para no generar un antecedente en el conjunto social que convencionalmente se ha venido a llamar España. Este punto parece fuera de discusión si se toma la realidad de ese modo. Sin embargo ¿es así la realidad o hay una omisión relevante que puede obstruir la visión completa del hecho calificado como penalmente punible? Para ello hay que ir más atrás.

En ese caso, parece haberse tomado como realidad una idea de España en la que no puede existir oposición a lo que ella conceptualiza. Un concepto, pues, estático e inamovible. Sin embargo, todos convendrán en que hay independentistas en el seno de la sociedad española. Trazando esta realidad el independentismo es un hecho social y, como tal, en esa idea de “españolidad” no puede soslayarse una parte de su población. Corramos ahora el velo rawlsiano y se verá que en la posición originaria es legítimo defender por vías pacíficas la contradicción de vincularse a una u otra posición sin ser por ello reprimido. La norma, en su caso, pretende silenciar el hecho social “independentista” más que reconocer algo real como tal. Por lo tanto solo cabe una solución en lo presente. Una restitución de cosas a su origen y un restablecimiento de la realidad social española.

Está claro que la amnistía no debería ser la vía de solución; pues como ley debe recoger un espíritu universal. No obstante, -y admitiendo lo torticero de dicha resolución- es lo que, pragmáticamente más se asimila en un modelo imperfecto de estructuración normativa. Mas la ley es achicar agua ante un naufragio seguro. Se requiere de material óptimo para dar salida a un problema constitutivo de acotación de lo real para conceptualizar-lo en base a Derecho. Mientras tanto, la amnistía puede ofrecer tiempo ante una necesidad de resolución que, fácticamente, no se atisba probable: reconceptualizar España y bañarla de realidad.


miércoles, 5 de julio de 2023

Espacio arquitectónico y Humanidad

Todo acontece. En lo bueno y en lo malo, en el gusto o el disgusto. Más a la derecha o bien más escorado a la izquierda. Pero si algo es indudable en todo fenómeno es que acontece. Así ha sido y será, y sin embargo algo tan obvio siempre acaba pasando desapercibido. Las cosas, como acontecidas, deben poseer, ante todo, dos elementos sin las cuales no podrían ser; esto es, el tiempo y el espacio. Kant hizo hincapié en ello en su Crítica de la razón pura, donde estos conceptos pasarían a ser los a priori de todo fenómeno (Kant, 2005:  pp. 44-47). Dicho de otro modo, no podría haber fenómeno sin tiempo o espacio preconcebidos, de antemano. Así, a modo de introducción, el estudio versará sobre el espacio pues, como se verá, es el elemento sobre el que la arquitectura moldea y da forma. La arquitectura y el espacio, pues, serán dos piezas muy vinculadas; una lo necesita, la otra le otorga entidad.

No obstante, antes de continuar, debe hacerse una pausa en el camino para determinar algo previo a todo ello. La arquitectura es el arte del espacio ¿Qué es, entonces, el espacio? La respuesta no puede limitarse a la mera magnitud que deriva de la aplicación euclidiana y cartesiana. Si se piensa un espacio cuyas directrices sean las dimensiones de altura, anchura y profundidad se errará. Si se añade el factor tiempo, puede completarse, pero no puede ser, tampoco conclusivo. El espacio sin atributos no puede ser artísticamente abordado y, con ello, se aleja indefectiblemente de la arquitectura. Así, ¿qué puede ser el espacio desde esta perspectiva?

Moholy-Nagy definía, ante todo, al espacio como algo dinámico y fluyente cuyos elementos constitutivos –a nivel arquitectónico- “llevan la periferia al centro y desplazan al centro hacia afuera” (Montaner, 1999: p. 34). Como aquel que abre las ventanas para airear, el espacio transmuta como ese flujo aéreo en su proceso de renovación. Por lo tanto, aquí, se habla de algo que parece ir algo más allá del estatismo de las tres dimensiones. Sin embargo, ¿qué es el centro? Sigue siendo impersonal. Esta idea de espacialidad, por lo tanto, se asemeja a la que lleva a Bruno Zevi a negar la existencia del mismo espacio en la arquitectura griega, al tildar al templo de simple escultura carente de más y, por ello, de ejemplo de no-arquitectura (Zevi, 1998: pp. 54-57). Todavía falta buscar otra vuelta de tuerca. No podemos concebir un arte del espacio en que, o bien este mismo se niegue o que no se vincule con lo humano –pues entonces deja de ser arte-.

Sin embargo, no puede estar demasiado lejos del punto de exploración. Quizá valga una reorientación para ilustrar que, en efecto, los templos tienen espacio. Asumirlo implicaría un ejercicio de hermenéutica que integraría las diferentes piezas de un santuario. Sin ir más lejos, en la Acrópolis de Atenas no se puede concebir el Partenón sin los Propileos, ni la estatua central de Atenea que, a su vez, se remite al Erecteion. Se pasa del objeto aislado al conjunto ordenado para poder generar un espacio litúrgico exterior. El edificio genera dicho espacio de dentro hacia afuera. La celebración de las Panateneas, se desarrollaban, así, como un recorrido en torno a todo ese espacio dado, otorgándole a él una semántica muy alejada del espacio cartesiano en que se movería en la contemporaneidad. De repente, surge una nueva idea de espacialidad donde el ser humano jugaría un papel de creador e interprete. Esta vez sí, lo humano, lo espacial y lo arquitectónico se dan de la mano.

Así, casi sin dar cuenta de ello, se ha quebrado esa idea apriorística kantiana del espacio, para sacar a la luz algo nuevo: el “lugar” (thopos). Este concepto remite inevitablemente a esa deidad a la que se remite el origen de lo circunscrito; aquello cuyas características coinciden dentro de la apertura: el genius loci. Ese “guardián” del lugar; de aquello que siempre subyace en ello, allí, el genius loci está presente. Ese daimón clandestino, se percibe allí donde debe estar. (Norberg-Schulz, 1980: pp. 69-71). Sin embargo, no cabe olvidar que el cuidado yace en manos de la Humanidad. El genius loci solo puede ser destruido por aquella civilización que lo encumbró, justo cuando se olvida de su presencia.

Pasados más de dos milenios, el espacio, sin embargo, ya opera en términos científicos. A la vez, la ciencia y, en particular, la técnica, toma el espacio. El propósito de ello no puede ser más claro: la producción masiva derivada del advenimiento de la Revolución Industrial, en pleno siglo XIX. La antigua ciudad se degrada y crece hasta límites insoslayables que la hacen inaprensible en su globalidad. Ello sucede porque se ha expandido hasta límites que operan en términos regionales, pero el lugar necesita manifestarse en su debida escala para la cognición humana. Es en esa fase cuando surge el distrito o barrio, entendido como el ámbito espacial susceptible de localizar. En ello, hay que operar de modo similar; pero se necesitaran nuevos términos.

En este punto, el análisis que plantea Aldo Rossi puede resultar muy útil para poder ubicarse en la nueva morfología urbana. Así, se debe partir de que las ciudades se constituyen en distritos –o como se denomine en su caso-.En primer lugar, se constituye un elemento primario en torno al cual pivotará el tejido urbano basado, a su vez, en la llamada tipología edificatoria; es decir, el patrón base que la edificación adoptará en dicha zona (Rossi, 1998: pp. 98-105).

De este modo, se puede imaginar el barrio del Born de Barcelona. El elemento primario entorno al cual se estructura éste sería, fundamentalmente, la Basílica de Santa María del Mar. En ella se apoyaría, de un modo auxiliar el conjunto de palacios de estilo gótico civil que conforman la calle Montcada. Estos elementos, permanecen inalterables, como sostén sempiternos del Born in saecula saeculorum. La edificación, por otro lado, responde a vías estrechas de relativa ortogonalidad, así como un modelo edificatorio de planta baja y tres alturas, siendo cada piso más bajo que el inferior a la vez que las aberturas también tienden a aumentar a medida que descienden.

En el estado actual de cosas, pues, se ha logrado obtener el modelo interpretativo de la nueva urbanidad y se ha ejemplificado con un caso particular ¿Pero todo ello, dónde nos lleva? Pues a determinar cómo se vincula con lo humano. Ese vínculo debe partir de un nuevo giro de guion. A todo lo dicho y, dentro del ámbito de lo que nos es propio o, como decía Martin Heidegger, en ese ser-en-el-mundo; ahora está la Humanidad. Nadie más que ella goza de este tipo particular de territorialidad en la cual se constituye un hito. Él se eleva como nuestra referencia inmutable; esto es, como aquello que nos dice nuestro “a dónde”. Ello es el axis mundi, que se alza como un faro que ilumina a todo su alrededor. Actuando como un compás que se abre y que define el perímetro de nuestro lugar. Así, se desarrolla el llamado imagino mundi (Norberg-Schulz, 1980: pp. 19-25).

Pero, siempre, volvemos al omphalos. Los griegos situaban un pequeño elemento lítico para referir y dotar de cierta centralidad al hogar en tanto que era aquello que vinculaba más que nada al ámbito de lo privado, en analogía con el ombligo y en la relación maternofilial. Ese espacio, más que ningún otro, es el que nos pertenece verdaderamente. El vientre maternal es, a la vez, la conexión con el todo. Su líquido amniótico lo ordenamos con nuestras propias manos. La morada acoge a cada cual y tal y como es. Por ello, le debemos su protección de un modo muy especial.

La conclusión de este ensayo, remite al principio. Así, se dirá que, al fin, en todo yace el acontecer. Toda intervención en la ciudad debe hacerse en base a lo dicho. Los acontecimientos siguen una linealidad y, un despunte excesivo puede romper el equilibrio. Asimismo, hay que saber en qué elemento se interviene y preservar el substrato de su memoria. Dicho esto, la lectura de éste texto, pronto habrá acontecido. Sin embargo, se reincorporan otros acontecimientos: unos esperados otros totalmente ignotos. Pero todo sigue. Con esa semántica; con la propia y exclusiva de cada cual. Inigualable e inescrutable en su totalidad. Atenta y cuidadosa. Todo acontece, cierto. Y así, los acontecimientos seguirán su curso mientras la licencia de nuestro mismo acontecer permanezca con nosotros. Mientras ello dure, en todo acontecimiento que nos toque, por tangencial que sea, deberemos tomar partido.

 

BIBLIOGRAFÍA

Kant, I. (2005). Crítica de la razón pura. Barcelona: Taurus.

Montaner, J. M. (1999). Arquitectura y crítica. Barcelona: Gustavo Gili.

Norberg-Schulz, C. (1979). Existencia, espacio y arquitectura. Barcelona: Blume.

Rossi, A. (1998). La arquitectura de la ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.

Zevi, B. (1998). Saber ver la arquitectura. Barcelona: Apóstrofe.

domingo, 16 de mayo de 2021

Templo griego, espacio y Cubismo

La Historia de la Arquitectura -entendiéndose esta como el ámbito teórico en la que se desarrolla cronológicamente el arte de la edificación- no ha sido muy agradecida con el templo griego. Como hecho paradigmático se puede considerar, en este sentido, la parquedad con la que Zevi habla de él en su obra Saper vedere l'architettura y, si lo hace, es precisamente para negarle la condición de arquitectura. Así, ha sido tendencia generalizada el hecho de considerar que si bien la arquitectura ha sido el arte del espacio, el templo griego carece de él. Según esta tesis, el templo es escultura y no arquitectura.
Desde la posición que aquí se defiende, no cabe la menor duda de que la teoría alumbrada por Zevi es errónea. Aviniéndose en el hecho de que, en efecto, la arquitectura genera, trata y conforma el espacio, se incurre en un trato injusto respecto a la exclusión del templo griego y de su categorización como construcción no-espacial. El problema es que el concepto de espacio generado por el templo requiere una modificación de los clichés mentales modernos respecto a este termino. Así, a continuación, se hará una aproximación a qué categoría espacial representa el mismo templo griego.


Para comenzar, cabe decir que el templo, en efecto genera un espacio; solo que, a diferencia de la arquitectura posterior, este no se genera ad intra, sino que se proyecta hacia el exterior mediante relaciones complejas. El espacio, pues, no siempre se debe considerar como el interior de un algo que se cierra mediante muros y se relaciona solamente mediante superficies con el exterior. De este modo, el templo griego, en el contexto del témenos en el cual este se alza, se vincula muy estrechamente con él, definiéndolo espacialmente en su totalidad.
Martienssen, en este sentido, sabe ofrecer la lectura correcta en torno a este fenómeno. El templo da espacio en tanto que estructura un entramado de relaciones y proporciones que inducen a una más que necesaria promenade arquitectural al más puro estilo de lo que Le Corbusier teorizó más de dos mil años después. De hecho, en Vers une architecture este último saca a relucir algunas de esas relaciones para justificar el plan regulador -esto es, el conjunto de proporciones que, sin ser explícitas, generan ante el espectador la sensación de belleza y equilibrio-.
Haciendo una abstracción de una amplísima casuística -pues cada témenos se desarrolla muy diversamente y con gran flexibilidad- se puede decir que, desde el acceso al témenos mismo mediante los propileos, el templo invita a posicionarse respecto a él. Dicho de otro modo, induce al espectador a rodearlo y a priorizar distintos puntos de vista para poder asimilarlo en su totalidad.
De este modo, el templo griego incorpora el factor tiempo en su apreciación tridimensional. A su vez, su aprehensión no podrá realizarse por otro medio que de modo fragmentario. Dicho de otra forma, para conocerlo explorarlo y acceder al espacio generado por él no puede hacerse de otro modo que mediante su recorrido. El recorrer, pues, es la esencia espacial del mismo templo griego.
En la medida en que esto acontece de este modo, el templo puede considerarse como un proto-cubismo arquitectónico. Avanzando, nuevamente, más de dos mil años, vemos la génesis de ese movimiento pictórico que abrazó Picasso y avanzó Cézanne. Pues del mismo modo como el cubismo pretendía mostrar sobre un mismo plano la integridad visual de lo representado, rompiendo radicalmente con la pintura precedente, así el arquitecto requería al espectador a hacer lo mismo en sus obras. De este modo, se puede trazar un puente que conecta dos extremos, lo antiguo frente a lo moderno.


Así, lo que este escrito pretende traer a colación es, en primer lugar, el modo de espacio que genera el templo griego y su aproximación al mismo. En segundo, la conexión entre dos cosmovisiones que comparten un mismo proceder y que a su vez tratan de un modo muy similar la relación espacio-tiempo.
Respecto a lo segundo, sería frívolo no advertir que dicha conexión debe limitarse a un modo de proceder, pero en ningún caso de interpretar. Grecia -en tanto que momento histórico- dispone de una cosmovisión totalmente ajena a lo que pueda deducirse del cubismo vanguardista. De hecho, el templo se proyecta sobre lo concreto y las relaciones son únicas y especiales. El cubismo vanguardista se asienta en lo abstracto del concepto, en tanto que tiene la voluntad de captación del universal representado.
Ese carácter moderno, precisamente, basado en los conceptos cerrados y acotados no es otra cosa que lo que ha limitado a la teoría arquitectónica a entender la idea del espacio que se genera en dichos templos. El término "idea" y no el de "concepto" es importante de precisar, pues no se puede conceptualizar lo que es único y particular, subsumiéndolo a un universal -o concepto-.
Dicho de otro modo, y en la línea en que Heidegger se expresa en su ensayo Der Ursprung des Kunstwerks, el espacio que genera el templo griego es aquel que alumbra a su alrededor, no como una estatua. Más como una farola que irradia su luz hacia los distintos lugares, abriendo el mundo en el que a cada cual le es propio. O, en términos de Le Corbusier, se podría decir que, precisamente se genera espacio en la misma promenade que se debe llevar a cabo para contemplar, en plenitud, la realidad espacial del mismo templo.

martes, 19 de noviembre de 2019

La nave lateral en la iglesia cristiana: origen y evolución


El presente texto se ofrece como una tentativa de entender un elemento arquitectónico tan menospreciado a lo largo de la Teoría como es la nave lateral de las iglesias cristianas. Asimismo, cabe anunciar de antemano que la tarea implica una aproximación histórica y metafísica al fenómeno a tratar; pues sin la muleta que ofrecen estos ámbitos del conocimiento es absolutamente imposible aprehender el significado completo de la nave lateral como fenómeno arquitectónico en sí mismo. De lo contrario, se ofrecería un texto de carácter estrictamente técnico que, para nada se aproxima a la voluntad de análisis que aquí se pretende.

Dicho esto, es menester conocer el rango temporal en el cual se moverá este análisis, así como los ejemplos a través de los cuales se pretenderá alumbrar la teoría que aquí se expone. Así, el punto de partida se situará en el siglo V dC y se tomará como paradigma la basílica paleocristiana de Santa Sabina all’Aventino, de Roma. El punto de llegada, se marcará casi un milenio después; esto es, en el siglo XIV y en el que se utilizará como referencia la basílica gótica de Santa María del Mar, de Barcelona.



Cuando utilizamos el término ‘basílica’ en los tiempos contemporáneos la referencia inmediata versa sobre un templo consagrado por la autoridad vaticana. No obstante cabe hacer una cierta propedéutica para conocer la génesis del término. Así, la basílica –en términos estrictamente arquitectónicos- no es otra cosa que una tipología edificatoria que deriva de los grandes edificios públicos de la Antigua Roma. La basílica romana era un lugar polivalente que, tan pronto servía de mercado, como de tribunales de justicia. Lo característico, en todo caso, es el tipo edificatorio: se trataba de grandes espacios, de estructuras arqueadas y abovedadas, sostenidas por columnas sucesivas sobre las que se descargaba el peso de un edificio que, asimismo, versaba sobre su interior.

En el momento que las religiones paganas remiten y dan paso al cristianismo, el templo clásico –eminentemente exterior-, cede a este nuevo tipo edificatorio; pues la liturgia cristiana se basa en la congregación. Así, la basílica se emplea como modelo imperante en tanto que los congregados se reúnen entre ellos y ante Dios y, en todo caso, en un interior.

Sin embargo, la presencia de lo divino en el seno de la basílica –entendida ya como templo cristiano- la obliga a sacralizarse. El procedimiento será reconvertir el ábside, que pasará de ser un simple formalismo a una representación o proyección de lo divino. Pues como es sabido lo circular remite a lo eterno y, si Dios es la mismísima eternidad, que mejor que la circularidad absidal para que éste se haga presente.

La basílica cristiana, sin embargo, se simplifica sumamente con respecto a su modelo original; pues lo relevante en ella no será otra cosa que el espacio como continente. Continente de la congregación y continente de lo divino. Así, esa dualidad busca solamente un espacio donde un Dios –y solo uno- se manifieste ante el credo ¿Qué mejor que una caja –entendida como un volumen prismático penetrable- como prototipo para lograr dicha empresa?

El problema de la caja, no obstante, es la ausencia de direccionalidad de la misma. Un prisma con una adicción esférico-circular en uno de sus extremos no deja de ser algo muy neutro. Dada la novedad de la comparecencia de ese Dios único –frente al politeísmo pagano-, había que reforzar la presencia del ábside y, a su vez introducir un elemento que determine una clara orientación hacia él ¿Cómo resolver tal problemática?

Véase entonces el ejemplo de Santa Sabina. Como se puede apreciar en la planta, la caja se acompaña de dos alas laterales de altura inferior que sirven para justificar la presencia de dos franjas de columnas (una por cada ala). Sobre esas columnas se suceden una serie de arcos de medio punto que, en su conjunto generan una potente y –como apreció Bruno Zevi- acelerada direccionalidad. Tomando en si el hecho que el intercolumnio es estrecho y que los arcos se suceden sin discontinuidad, se logra dicho efecto visual: el ábside pasa a ser, definitivamente, el lugar de referencia.

¿Qué es, pues la nave lateral? Nada más que un elemento auxiliar. Una mera justificación de la presencia de los arcos y las columnas, que, sin embargo no están para servir a dichas naves, sino a la voluntad de resaltar la inmanencia de lo divino, dentro de una cosmovisión en que Dios es uno-y-todo y, como tal, debe presentarse. Así, el espacio queda desneutralizado para potenciar cualitativamente el espacio absidal.





Ahora, se procederá a un salto temporal de casi un milenio. Lo paleocristiano pierde el prefijo para devenir en algo así como un pancristianismo. Dios sigue siendo uno-y-todo. Sin embargo, el carácter de revelación que yace en épocas pretéritas –y que obligan a direccionar la mirada hacia Él-, se ha perdido; pues Dios es algo que, de antemano ya está.

La arquitectura eclesiástica del siglo XIV debe, pues, conceptualizar algo muy distinto. En la medida que no hay que validar un ‘dogma de fe’ –pues nadie dudará de su existencia-, lo que se debe traer a colación es su carácter. De las lecturas de Santo Tomás de Aquino se desprende un cristianismo naturalista en base al cual Dios crea lo natural a su imagen y semejanza. En esa medida, la iglesia ya no es un espacio cerrado entre muros. La caja se abre –metafóricamente y metafísicamente hablando-. La contundencia del muro pasa a ser mera plementería; pues lo estructural se concentra en las líneas-fuerza –tan características de la arquitectura gótica-.

¿Qué será pues de la nave lateral pasado un milenio? Pues que trasmuta de lo coyuntural a lo esencial. La tradición-repetición de una estructura auxiliar pasa a integrarse como un patrón donde la discusión teleológica ya no tiene cabida. Dicho de otro modo, el ‘por qué’ tal elemento está ahí ya no interesa. El hecho es que está y ha estado desde sus inicios. Una anécdota que queda integrada dentro del dogma mismo como un indubitable.

Procedamos a mostrar lo hasta ahora expuesto en el caso concreto de Santa María del Mar. Como se aprecia en planta, la nave lateral ya goza de entidad propia. Ni auxilia ni justifica, simplemente es en sí misma y, a su vez, es en el todo. En la medida que el conjunto de la iglesia muestra el carácter de lo divino y que, además, todo es expresión de la divinidad, cada elemento muestra, a su vez, los caracteres de autonomía y creación. Esta dualidad se muestra, por ejemplo, en la proporción; pues la anchura de la nave central es la unidad, las naves laterales son media unidad –a la vez que las capillas que se encasillan en los contrafuertes, son un cuarto de la misma-. Todo, pues, remite al uno y el uno al todo.

Así, el conjunto de la iglesia es un compendio de elementos autónomos que, articulados, generan otro elemento compacto y proporcionado -el todo creado-. El espacio, pues, ilustra una cosmovisión próxima al panteísmo; pues todo es a imagen y semejanza de Dios. A su vez, todo lo natural es su expresión y su misma creación -como se sugiere al asociar a Éste con la luz o la geometría-.




Lo revelador de este ensayo yace en diversos puntos que han querido traerse a colación a través de ese elemento tan inusual en la Teoría como es la nave lateral. Por un lado, un elemento coyuntural que pasa a ser estructural e integrarse dogmáticamente en el paradigma de la arquitectura cristiana. Por el otro, el trato distinto entre diversas cosmovisiones que le otorgan a dicho elemento. Entre su carácter auxiliar y su emancipación como elemento autónomo debe pasar casi más de un milenio. Pero más relevante aún que todo lo dicho hasta aquí, es el hecho de que todo lo que ha salido a la luz ha sido por medio del análisis de la nave lateral como elemento arquitectónico a través de la introducción de las variables histórico-metafísicas. Éstas son las que han dado verdadero resultado en un estudio que, de otro modo, hubiera resultado imposible o sumamente superficial.

lunes, 16 de abril de 2012

El "Titanic" y la posibilidad de lo imposible

«El hombre elevándose a lo titánico pugna y conquista su cultura y obliga a los dioses a unirse con él, porque él en su propia sabiduría, tiene en sus manos la barrera y la existencia de estos dioses...»

Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, 1872


Estos días los medios de comunicación recogen una de las efemérides más relevantes de cuantas han acontecido jamás: el centenario del naufragio del Titanic. Sin embargo, la raíz de la misma mitificación de este acontecimiento histórico no puede tenerse, sin más, como algo arbitrario y, así, atribuirlo a la sola magnificación del cinemascope. Pues el hundimiento del Titanic no fue un hecho coyuntural sino un hito en el devenir del pensar ontológico del hombre.
Decía, en este sentido, la Poética de Aristóteles que la supremacía de la Poesía con respecto a la Historia es que, mientras esta última narraba lo sucedido la segunda lo hacia con respecto a lo que podía suceder. Y, en este sentido, el Titanic no podía naufragar. Era improbable e inviable y, así, fue recogido por los medios de comunicación de la época. De este modo, el sustrato de pensamiento de aquel tiempo -lo que en términos modernos se ha llamado Zeitgeist y que podría equipararse con la poética de la Modernidad- dictó sentencia y esta, a su vez fue asumida por el ser del momento.
Sin embargo, sucedió lo imposible. Un témpano díscolo que se descolgó de las norteñas aguas árticas rasgo la quilla del insumergible trasatlántico condenándolo a yacer, para siempre más, en las más oscuras profundidades del Atlántico. Así, en la medida que lo certeramente imposible se conformó como real, el hecho invirtió la idea aristotélica, siendo el acontecimiento histórico aquello que deshacía su contingencia y, en esta medida, deviniendo esencial. Pues algo de lo sostenido hasta entonces entraba en una crisis metafísica.
Y el hecho es que la ciencia, hasta entonces, arraigada, fundamentalmente, en la corriente positivista, creía en el desarrollo sin límite; en la profusión de una fe ciega hacia las formulas físico-matemáticas que determinaban todo lo posible y, por extensión, también de lo imposible. Siguiendo, así, estas leyes imperativas acontecía la certidumbre de la imposibilidad de una posibilidad: la del fallo mismo. La conclusión era sencilla: el Titanic, era la máquina más perfecta jamás construida por la mano del hombre, cosa que lo convertía, por lo tanto en algo absolutamente infalible.
Así, algo debía cambiar para siempre, inevitablemente; pues la ciencia misma, aquello respecto a lo que el hombre moderno se había entregado sin ligadura alguna y hacia lo que había trasladado su ser, había fallado.

* * *

El hombre, sin embargo, se encuentra ineludiblemente vinculado a su historicidad y, en este sentido, el Titanic encarnaba a la perfección la idea de lo sublime en una sociedad que se había entregado a ella. En aquel momento, quizá, la tecnociencia ilimitada había comportado una sensación de cierto desbordamiento placentero. Lo sublime, por lo tanto, eclipsaba a lo bello. Para hacerse una idea de lo que significaba esto, puede uno remitirse a la lectura de la Crítica del Juicio de I. Kant, donde se contraponen, sabiamente, ambos conceptos. Así, mientras lo bello era aquello respecto a lo cual la intuición -esto es, los sentidos en su globalidad- determinaban un conjunto de sensaciones que no eran susceptibles a amoldarse a un precepto de la razón -o del entendimiento, dicho en términos kantianos-, lo sublime, invertía esa idea; era, pues, en este caso, el entendimiento lo que primaba ante la intuición. Así, mientras el entendimiento era capaz de pensar la infinitud, la intuición jamás podía ser capaz de representarla.
En esta medida, lo sublime producía una admiración reverencial en tanto que el hombre sentía su superioridad con respecto a lo sensible y, también, pues, con respecto a la naturaleza misma, en la medida que se entendía a ésta como el conjunto de cosas sensibles; pues solo su intelecto podía representar algo que la misma naturaleza no sabia dar. El hombre, pues, veía y sentía pero, en todo caso, conocía más allá de lo natural.
Sin embargo, lo más trascendental fue la negativa del mismo ser humano a reconocer que este pensar no era más que una derivación de algo acontecido mucho antes. El hombre, con su altivez, no quería reconocer y negaba sus orígenes, considerándolos superados y banalizando cualquier interpretación de los mismos. Sin embargo, éste está tan sujeto a la metafísica occidental como la Luna lo está, gravitacionalmente, a la Tierra y, esta, a su vez, al Sol. La modernidad, sin embargo, corría irrefrenablemente hacia una sola vinculación: la que emanaba de la doctrina tecnicocientifica, constituida como dogma de fe y respecto a la cual, cualquier duda, debía considerarse herejía.

* * *

En Grecia, algo muy distinto sucedió hace 2.500 años. Pues, en aquel momento lo infinito –y por lo tanto lo sublime- no existía como tal. Solamente era algo con lo que se tanteaba peligrosamente. Una temeridad que implicó, finalmente, su autoinmolación –siempre ontológicamente hablando-.
Era entonces cuando los griegos hacían y deshacían su ser, para luego volverlo a rehacer, en el teatro. El ser, pues de Grecia, se remitía al mismo acto teatral y, por lo tanto, este último distaba mucho de poder ser considerado como un mero ocio. En él, el hombre encontraba su lugar en el espacio en tanto que reconocía su condición y su posibilidad; el ámbito de lo propio. Así, se reconocía en esta propiedad autolimitandose e imposibilitándose de ir más allá. Este era el verdadero ejercicio catártico –que, asimismo, distaba mucho, también, de la idea de purificación cristiana-. Sencillamente, se pretendía colocar las cosas en su lugar; sin más.
De este modo, los ejemplos de la trasgresión de ciertos personajes respecto a su naturaleza humana -la hýbris, como la llamaban los griegos- ponía sobre la escena las severas consecuencias que comportaba esta acción. Casos paradigmáticos son, en este sentido los de Edipo o de Creonte, que, en su voluntad de ir más allá y, por lo tanto de tender hacia ese infinito, todavía embrionario, fueron severamente castigados por los dioses.

* * *

Llegados a este punto se debe proceder a coligar todo lo dicho y a exponer la conclusión. Así, como se ha afirmado al principio, el naufragio del Titanic no fue una coyuntura histórica de la que se pueda pasar por encima, sin consecuencias. Nunca, hasta entonces, confluyeron en un conjunto de variables -en este sentido, puramente coyunturales- altamente improbables, que cambiarían la cosmovisión del hombre en adelante.
Ciertamente, el Titanic naufragó. Su hundimiento trajo consigo mucho más que el elevadísimo tonelaje del mayor barco de vapor de la historia en el momento. Muchas más cosas debían desaparecer, en aquel momento, en aquellas frías aguas. En primer lugar, el positivismo acérrimo, inevitablemente, entraba en crisis; pues lo más absolutamente infalible devino falible, no sólo después de muchos usos, sino en el primero de ellos -esto es, en el viaje inaugural del Titanic, anunciado por la prensa anglosajona a bombo y platillo-. Así, aquel hombre, que exaltaba su vanidad de haber logrado descifrar las leyes universales de la física; de haber despojado a la naturaleza de su más íntimo intríngulis, se sentía impotente ante el fallo de su máquina más perfecta. La naturaleza, pues, había escondido una carta que no se supo prever y, contra todo pronóstico, ganó la batalla.
Pero, yendo más allá de lo dicho, el hombre no sólo negó su historia, sino que su misma altivez conllevó que la trasgresión se manifestara en el adjetivo sustantivado que daba nombre al barco: Titanic; esto es, ni más ni menos que aquello relativo a la más fuerte y desmesurada generación de dioses griegos. Pero, como si de una predestinación de la naturaleza se tratase y, como sucedía en las tragedias sofócleas, aquello que pretendió ir más allá de su ser y tentar la infinitud fue castigado con el no-ser. La hýbris inherente al conocimiento del suceso, fue extendiéndose sobre una sociedad que empezaba a estar mediatizada, ejerciendo, a su vez, un efecto catártico.
La conclusión, sin embargo, de este texto no es, en ningún caso, la de reforzar una concepción determinista, ni el pretender introducir la ontología de la Grecia, ya muerta. Lo relevante, es la inflexión que, curiosamente, en este caso tiene algo de reminiscencia hacia ese origen  griego; la naturaleza moderna -y sus dioses antiguos- volvieron a situar al hombre en su lugar cuando en su sustrato metafísico no existían límites sobre ello. Así, el Titanic -y sin negar, la dimensión de la tragedia en los términos de vidas perdidas- pasa a ser algo metafísicamente relevante. Pues la falibilidad, desde ese momento, es algo presupuesto, ya, en todo. Así, mientras la historia seguirá tratando este hecho como un acontecimiento inscrito en su linealidad cronológica, lo que quedará, quizá ya para siempre, es la asunción del fallo y la imposibilidad de lo imposible, como nuevos pilares en esta plataforma ontológica en la que hoy nos movemos.

martes, 29 de noviembre de 2011

El caminar del hombre: de Donatello a Giacometti

Es sabido que con el advenimiento de la Modernidad el hombre, en tanto que sujeto, se asentó como centro de gravedad metafísico. En esta medida, el hombre, fue motivo central del Arte y considerado ya, no como un ente creado, ni como algo que, súbitamente, aparecía en el mundo para pasar a sumarse a él. El hombre-sujeto era, contrariamente, la posibilidad misma del mundo y de todo cuanto en él aconteciera. Pero, siendo este extremo cierto, también lo es, en la misma medida, que la propia idea de “sujeto” ha ido moldeándose a lo largo del tiempo.
En éste artículo se pretende alumbrar algo entorno a este cambio y, para ello, se ha recorrido a la representación que el Arte ha realizado del hombre-sujeto con respecto a aquella acción que a éste le es más propia: el caminar. Pues el sujeto -a diferencia del resto de lo ente- tiene por esencia la autodeterminación. Así, el hombre, en su caminar, escoge sus sendas y deshecha los caminos negados. Nadie, más allá del hombre, tiene en sus manos la propia esencia y, en esta medida, sólo él camina.


Gattamelata, de Donatello, puede considerarse, en este sentido, como la primera representación moderna del caminar humano. Tras un milenio de ostracismo artístico, el hombre -ya convertido en sujeto- se alza, seguro, sobre los lomos de un caballo que, a su trote sereno, marca el paso y la mirada con respecto al devenir mundano. Un devenir, por otro lado, que no le es nada ajeno pero que, sin embargo, ya poco puede alterarlo. Il Condottiero poco puede hacer, pues ya casi todo lo ha hecho. El caminar que Donatello muestra es el de alguien que ya ha recorrido largamente por los profundos lugares del mundo y ha dejado en él una larga estela.
Pese a ello, el perfil ecuestre de Gattamelata no está, ni mucho menos, agotado, sino todo lo contrario. Donatello realza hábilmente las facetas más naturalistas de un individuo maduro que, traspasando ya lo mundano que lo envuelve y sin negar, en ningún momento, su profundo carácter humano, fija su mirada en un horizonte más lejano. Quizá trazando una parábola que apunta hacia Roma; hacia aquella estatua de Marco Aurelio del Campidoglio. Quizá busque aquel horizonte inevitable hacia el que se dirige el devenir final de todo ser humano: la muerte. En todo caso, Il Condottiero, con su sereno cabalgar, muestra una humanidad sempiterna y sublime, que casa lo contingente (el ser de un hombre maduro montado en su caballo) con lo eterno (el retorno a lo clásico y la referencia misma a la muerte).

En el otro extremo, pasados ya más de quinientos años, Giacometti puso a ojos del mundo su Hombre caminando. El fundamento es el mismo que en Donatello y, sin embargo, a nadie le podrán escapar las profundas diferencias. El héroe sereno del perfil ecuestre se ha ido carcomiendo en su caminar por los cinco siglos que separan una de otra realización. Tan solo ha quedado un modo de estructura funicular que, quizá, sea lo último que le quede ya al hombre moderno más contemporáneo.
El hombre de Giacometti no nace de una adicción de materia entorno a una estructura hilada, sino todo lo contrario: es lo matérico degradado en su máximo estado. Véase sino una vista más cercana y se apreciará la descomposición de lo humano y su tendencia hacia unas líneas básicas; directrices entorno a las cuales se configura la única representación posible. El hombre pues, no puede escapar de esa estructura predeterminada que lo liga y que vincula todo su desarrollo posible. El hilo, asimismo, deviene metáfora de la jaula en la que el hombre ya vive. Podría ser esa jaula, perfectamente, el pensamiento cartesiano que, a modo de malla, se extiende hacia todo lo real y condiciona la posibilidad de lo ente en su totalidad. El hombre, en la medida en que se ha otorgado plenamente al pensar físico-matemático, ha devenido preso del mismo.


Así, el ejercicio de aparejar en una misma línea estos dos extremos es sumamente ilustrativo respecto al hecho de la degradación metafísica del hombre-sujeto. Ambos sobre el pedestal y, elevados a la categoría de Arte. Uno, así impasible pero seguro en este caminar que, por primera vez, exponía al hombre como centro de todo posible acontecer. El otro, un hombre anónimo -y todos los hombres a la vez- que ya solo muestra el residuo nefasto e inevitable de este legado metafísico que advino con el Renacimiento. Asimismo, el pedestal que ensalza el perfil vigoroso del primero no es otra cosa que la materia informe respecto a la cual se configuró lo humano en un acto de costosa sobrebia.
De hecho la materia que encierra el pedestal de Giacometti es la única materia que propiamente existe y, a la vez, la única escapatoria que puede vislumbrar el hombre por ahora; esto es, su misma disolución en ella. Disolución, sin embargo, no debe confundirse con muerte. Disolución implica retorno. La escultura de Giacometti encierra en su seno la posibilidad misma de la redención. Y ello, inevitablemente pasa por estos pies que intermedian entre una y otra parte. En ellos se encierra, como en una especie de coágulo, el flujo que retorna hacia abajo y, asimismo, la posibilidad de volver a realzarse en el perfil humano-subjetivo. Al fin, un atisbo de esperanza se entreabre en la lejanía. Quizá, ahora, solo debamos saber apreciarlo.

lunes, 29 de agosto de 2011

Rodeos variados entorno a Heidegger

Aprovechando el reposo veraniego, se retomará el tema sobre el cual ya se ofreció un condensado tentempié en un artículo anterior; la filosofía de Martin Heidegger. En este caso, sin embargo, la linealidad cronológica con que se expuso antes sufrirá ciertos sobresaltos. Pues lo que se ofrecerá a continuación se aproxima más a una sucesión de pequeñas degustaciones metafísico-gastronómicas, con la finalidad de tomar contacto con ciertos sabores algo diversificados, pero con el debido cuidado de que el paladar no sufra en exceso en el paso contrastado de uno a otro.
De entrada, se comenzará sirviendo una crítica que Theodor W. Adorno realizó, en 1962, sobre la posición heideggeriana con respecto a la metafísica. En ella, se critica el “arcaísmo” de Heidegger –tildado irónicamente de summus philosophus-, la vacuidad de su prosa de resonancias líricas y, al fin, su reaccionarismo ante la tecnificación del mundo y el conservadurismo ideológico que se desprende entorno a la idealización de lo campestre. El texto que sirve a Adorno de fundamento de su crítica fue un breve artículo que Heidegger publico en un boletín local de Friburgo en 1934, titulado ¿Por qué permanecemos en la provincia?
Y ciertamente, lo que acontece a continuación –como apéndice a esta primera degustación- son las preguntas con las que se enlazará hacia el siguiente punto; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica con otra en la que se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo?
Pues según el punto de vista que aquí se ofrece, Heidegger, desde su aislamiento en Todtnauberg –un pequeño pueblo rural donde tenia situada su cabaña de meditación, en la ladera de un monte que se adentraba en plena Selva Negra-, fue capaz de proceder a una fundamental segregación con respecto a lo ente –esto es, a todo cuanto acontece- que le permitió traslucir ciertas cosas sobre aquello que la moderna historia de la filosofía sólo había sabido tomar, frívolamente, como síntomas que apuntaban en la dirección ortodoxa del positivismo científico. Nadie como él fue capaz, sin embargo, de penetrar en la esencia de lo textual sin caer en los modernos prejuicios. Y ello estaba, ineludiblemente ligado, a una necesaria separación con respecto a lo mundano.
Dicho esto, Heidegger quiso, ciertamente, fundamentar su metafísica en esta originalidad del ser[1] y, en cierta forma, recuperar algo de ello sin negar que el terreno originario ya ha huido y que es imposible retenerlo en su integridad. Sin embargo, había en toda su obra una voluntad de lograr una relación más pura con lo ente y, por ello, lo ente mismo debía comparecer fuera de la objetivación moderna[2].
¿Y donde estamos ahora con respecto a todo ello? Esta pregunta anticipa la llegada del siguiente producto de degustación -del que podremos apreciar una cierta textura sociológica entremezclada con la ya saboreada base de metafísica heideggeriana-. Pues la ciencia sociológica –en tanto que subproducto del pensamiento moderno- a apuntado a una novísima modalidad de relacionarse con lo ente. En esencia, es el más extremo re-presentar, del que ya había hablado el filósofo en el ensayo La época de la imagen del mundo. Ahora, en los tiempos contemporáneos- la imagen ha llegado a tomar tal peso que, el sujeto representante –aquel que está tras lo ente puesto en escena-, se disuelve a menudo entorno a lo que él mismo representa, hasta el punto que ello aparece ya fuera de medida. La μέτρον griega, esto es, la posición en la que cada cual sitúa lo abierto –o lo ente que se abre a su paso-, queda sustraída por la virtualidad.
Esa virtualidad se manifiesta en cada una de las acciones del hombre contemporáneo occidental –y cada vez, más, global-. El ser de las cosas pasa a perder cualquier contacto con respecto a todo apoyo –o todo escenario- en el que sustentarse para presentarse en la más pura volatilidad de lo etéreo. Esto puede verse, por ejemplo, en la propia noción de economía especulativa, enfrentada a la de economía real –un nuevo jugo que se incorpora en nuestro festín gastronómico-. Nada más ilustrativo, en los tiempos que corren que, el dinero –ya de por si una abstracción de lo material- sea tomado como una falsa materialidad y, así, a su vez, se haga abstracción de aquello que, en esencia es ya abstracto. Por otro lado, también se habla del mundo interconectado, donde las distancias desaparecen en la medida en que se disuelve la μέτρον y, así, el ser-hombre deambula errático entre un algo sin esencias.
Para poner fin a este extraño surtido gustativo, se retomarán las preguntas formuladas antes, ahora para introducir los postres; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica en otra donde se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo? Se le ofrecerá al paladar un sorbete arquitectónico que pretenderá alumbrar la respuesta hacia estas cuestiones.
El primer sorbo irá de la mano del arquitecto anglo-australiano Glenn Murcutt y su edificio para la residencia de estudiantes del Arthur & Yvonne Boyd Art Center. Contemporáneo; de 1999 y cerca de Sydney. El edificio se alza con la sobriedad de un templo clásico. Retiene y cierra todo el orden de aquello que a su alrededor acontece. Una ladera realzada por las expresivas ventanas, que abren el mundo hacia su interioridad y, a su vez, ésta lo recoge en un cuidado casi fundamental y originario. Como en aquella ladera de Todtnauberg, el edificio, tranquilo, muestra a su(s) morador(es) aquella μέτρον que ha sido negada tantas veces por la contemporaneidad. Mantiene esta justa medida para con el todo. Asimismo, una estrecha escalera se muestra soberbia y, a su vez, contenida por la pesadez limpia de dos muros de hormigón. La cubierta metálica, ligera, como un plano ingrávido que, sin embargo, nada teme de la robustez de los muros, contrapuntándolos en peso y sombra. Su inclinación perfila el cielo y manifiesta un justo y difícil equilibrio.

Ingerido el primer sorbo, se accede ya al segundo y último. Lina Bo Bardi, arquitecta italo-brasileña y su Museo de Arte Moderno de São Paulo, finalizado en 1962. Aquí lo monumental despunta, en primer lugar, por dimensión y color. Dos enormes pórticos de hormigón, pintados en rojo, sostienen un prisma rectangular con estructura de sándwich. El espacio, sencillo y austero se alza, ya no en lo campestre, sino en lo urbano. Pero, a su vez, asume la urbanidad desde una plena perspectiva humana y local. Crea una gran plaza sombría que se ofrece como un ágora contemporánea, en una ciudad donde la incidencia de los rayos solares es intensa. Así, invita a la congregación y al encuentro ciudadano, negando, a su vez, que en la ciudad todo sea residual y neutro, y reafirmando al hombre y a todo cuanto este tiene a su alrededor.


Una vez ya todo yace en el estomago, es momento de la digestión. Los postres han ilustrado mucho acerca de la esencia del pensamiento heideggeriano y su relación con la contemporaneidad. Cierto es que el apego de Heidegger ante su entorno dio lugar a una retórica particular. Pero, asimismo, y en contra de lo apuntado por Adorno, el trasfondo supuestamente “arcaizante” es más una cuestión de estilo que no una posición metafísica en si misma. Tanto en Murcutt como en Bo Bardi se puede apreciar esa esencialidad heideggeriana. Un trato para con las cosas donde estas comparecen depuradas, en una especie de esencialidad originaria. A ello se refirió el propio Heidegger de forma más tardía con la metáfora del puente, en Construir, habitar, pensar. Ese congregar[3] y mantenimiento de la μέτρον -en tanto que orden de aquello que tiene por esencia el estar-a-la-mano-.
Así, el permanecer-en-la-provincia puede –y debe- considerarse desde el punto de vista de dicha recuperación original, más que una negación de lo técnico o de lo urbano. Murcutt muestra como aquello tan de nuestro tiempo -el hormigón y las ligeras cubiertas metálicas- pueden congregar, asimismo, al hombre en esta relación que Heidegger alumbró. Asimismo, Bo Bardi, sin negar la urbanidad, la reafirma, como lugar donde acontece esta congregación. Con toda esta digresión, sale a la luz la plena posibilidad de la vigencia del pensamiento heideggeriano. Su plena contemporaneidad. Y, sobre todo, lugares (τόπος) donde estos se manifiestan.
En tiempos de virtualidad y de a-topía, el reencuentro con lo originario tiene un tinte de sacralidad que se hecha de menos. A menudo, como un efecto catártico en una época donde la abstacción de lo abstracto se ha impuesto alejándonos de todo cuanto de realidad hay en el mundo.


[1] Véase el artículo El “ser” y la concepción del mundo.
[2] O, dicho en los términos que el propio Heidegger utiliza en Ser y Tiempo, como estar-a-la-mano del Dasein
[3] Vocablo, además, que forma parte de la terminología habitual de Heidegger.

lunes, 22 de agosto de 2011

Sobre Joseph Ratzinger –desde un agonóstico-

Si algo, ante todo, algo hay que reconocer del papa actual, Benedicto XVI, es que, más allá de ser el máximo representante del credo católico –el Pontifex Maximus-, Joseph Ratzinguer –el individuo humano- es, en primer lugar un teólogo; un señor que ha teorizado y que sabe exponer su visión con respecto a lo que puede representar Dios en los tiempos que corren. Es en este ámbito que, entorno a lo que ha expuesto el Papa en las mediáticas Jornadas Mundiales de la Juventud, se analizarán, a continuación, sus palabras y se intentará poner en relación lo que se puede extraer de su discurso desde una óptica crítica.

En primer lugar, se empezará por aquello que salió a la luz desde la misma boca de Ratzinger. Cabe mencionar que el núcleo del discurso se fundamentó sobre la más profunda de las Cruzadas que enfrenta la Iglesia en el siglo XXI. De la obsesión medieval en enderezar  a los moriscos hacia la rectitud y la ortodoxia en la fe católica, el gran mal, ahora, tiene otro nombre; el “laicismo”. Una pandemia que, desde el Vaticano, se observa como una desviación que afecta especialmente a los jóvenes –motivo fundamental, además, de la convocatoria periódica que este año ha tenido lugar en Madrid- que, desamparados, ya no saben asir la luz divina que alumbra su alma como seres-creados, sino que fluyen hacia un modo de soledad existencial. Sí, una “existencia sin horizontes, una libertad sin Dios”. Como en la metafísica de Camus o de Sartre, el hombre deambula errático en su más pura soledad. Y de este modo, confunden lo claro con lo oscuro; “lo que es bueno de lo malo, lo justo o lo injusto”.
El antídoto no puede ser edulcorado y, Ratzinger lo deja claro. Sólo “nos” saldremos de ésta con “radicalidad” evangélica. Pues frente al “relativismo”, hay que imponer “La” vara de medir. “La” única. Dios. No es fácil y exige sacrificio pero, ¿qué más sacrificado puede ser en “nuestra” Cruzada” que pueda compararse con la del mismísimo Redentor? ¿No le debemos a “Él” todo y mucho más? Parafraseando –irreverentemente- aquél panfleto que encarnó las voces satánicas del siglo XIX –el comunsimo-, se podría decir: “Jóvenes católicos del mundo, ¡uníos!”.
Y, ¿del Estado?, ¿qué decir? A nadie escapaba que Ratzinger viajaba a un lugar hostil que, desde el propio Vaticano, se veía como un país apóstata, revelador de la impiedad y enajenando a los jóvenes con respecto a Dios. El teólogo y líder espiritual del catolicismo aludió a que se había impuesto un “utilitarismo” que conducía, de algún modo, a un “totalitarismo político”. Pues el Estado toma las cosas según una estricta racionalidad donde solo vale lo material. Solo aquello que resulta productivo económicamente es incentivado. La espiritualidad y lo divino, claro está, a nada conducen bajo estos términos y, como tal, ha estado alejado del amparo que durante tantos años profesó este mismo Estado –español- hacia aquél Dios común que ha aunado a cuantos se han encontrado estos días en Madrid.

Bien, hasta aquí la transcripción, en forma sintética del mensaje teológico que el Papa ha emitido al mundo desde la capital. Ahora la crítica.
Ante todo lo que se ha alumbrado, yace una falacia que cabe destapar –siempre, cabe decirlo, desde la óptica del agnosticismo de quién escribe-. Esta falacia lo pone todo en relación y revierte tanto con respecto a lo dicho sobre el “laicismo” como también sobre el presunto “totalitarismo de estado” que se profesa en el mundo contemporáneo.
El pecado original con el que carga todo ser no-católico, presuntamente, equivale a eso que ha tomado el nombre de “relativismo”. El ser-absoluto no da lugar a dudas. Es lo que es, y punto. El ser-relativo, sin embargo, ha perdido su vara de medir. O dicho de otro modo, ésta se contrae y se dilata según aquello que interesa. Lo oscuro puede devenir luminoso; y viceversa. Todo es reversible en un modo moderno de sofística donde el bien supremo es el propio interés.
Sin embargo, si bien el argumento puede tener ciertos tintes de verosimilitud, la realidad dista mucho de lo que Ratzinger –hábilmente- presenta ante nosotros. Y aquí cabe destapar la falacia. El hecho yace en la ecuación que lo arrastra todo. El ser-absoluto no implica solamente al ser-católico y, asimismo, el ser-no-católico no es equivalente al ser-relativo. Pues el ser-no-católico no va ligado ineludiblemente a la negación de todo sistema de valores per se, sino más bien, a la negación de “Un” sistema dado a priori.
Así, la libertad de aquellos que se saben “creados libres, a imagen de Dios” no puede ser otra que la no-libertad de aquellos que toman prestado un sistema de valores, en ausencia de lo que ellos mismos no son capaces de dictaminar. ¿Quiere decir esto que todo vale? No. El librepensador; aquél que sabe sustraer su propia moral –sin adoctrinamientos ni préstamos- es aquel que se reconoce como uno entre los demás. Él, sí, indudablemente; sujeto y sostén de un mundo. Y sin embargo, en ningún caso “relativista”. Pues confundir al relativista con el hipòcrita o el neosofista es mantener la falacia que fundamenta el pensamiento del teólogo Ratzinger. Nadie, por muy ateo, debe negar que lo que es oscuro para aquél también debe serlo para el de más allá.
Es evidente que no todo vale y, asimismo, eso no va ligado ineludiblemente al absolutismo de un individualismo que solo piensa en él. Ahora, siempre será él, y no otro, quien que genera valores. Al fin y al cabo, hasta el propio Ratzinger interpreta el sistema de valores ya dado para ofrecerlo como absoluto al credo católico. Cada uno lo tomará o lo rechazará. Pero siempre y ineludiblemente, cada uno.

sábado, 13 de agosto de 2011

El “ser” y la concepción del mundo

Este artículo retomará una cuestión subyacente en diversos de los temas hasta ahora expuestos –y en estrecha relación, también, con lo tocante al arte-. El camino que se propone, de entrada, puede generar ciertos temores. Pues el tema no será otro que aquello que todo y cada uno da ya por supuesto en cada palabra y en todo en cuanto acontece. Un asunto obviado y trivializado; por lo tanto innecesario para el habla, por el hecho de ser inherente a ella. Pues todo, inevitablemente, debe ser; y podrá ser aquello o lo otro, más claro u obscuro, pero en todo caso, siempre ser.
Para poder desbrozar algo de la senda que nos puede permitir alumbrar algo sobre aquello que el ser esconde se seguirá el trazado que abrió, en su momento, Martin Heidegger. De hecho, parece impensable poder hacerlo de otro modo, pues fue el filósofo alemán quién puso sobre la mesa, por primera vez la cuestión del “ser en cuanto a ser”. Y pese a que la primera –y más celebre- tentativa para abordar el asunto fue su opera magna, Sein und Zeit (Ser y Tiempo), aquí se tomará una reflexión más compacta y, asimismo, completa: el ensayo que lleva por título –y que se puede encontrar en castellano en el libro Caminos del Bosque (Alianza, 2005)- La época de la imagen del mundo.
Siguiendo la línea propia de exposición y alterando el orden en que se expuso la cuestión por el mismo filósofo, cabe preguntar, en primer lugar por el origen; esto es, el origen de lo originario ¿Dónde y que forma tomaba el ser en su comienzo? Heidegger sitúa el inicio de la metafísica en Grecia.[1] La metafísica, precisamente, se inició preguntándose por el ser en la medida en que ello se presentaba como lo subyacente de todo cuanto acontecía (esto es, la αρκε de la φύσις). Este ser debía ser entendido como el cuidado de aquello que sale a la luz. Lo alumbrado, de este modo pasaba a ser en el uso o en el trato de lo que era en tanto aquello que era (y en ningún caso sustrayendolo hacia un plano tematizante). El ser de la cosa acontecia en la pura inmanencia. Un cuenco era, por ejemplo, en tanto que contenia el trigo de la cosecha. Dicho ser, dependia, asimismo, del cuidado de aquel des-cubridor que lo sustraia del estado previo del no-ser (o de cubrimiento). Así, la verdad del ser, en Grecia era ἀλήθεια; término que podría traducirse como “aquello que no está en la oscuridad” y, por lo tanto, que ha sido sustraido de este estado, saliendo a nuestro encuentro y yaciendo bajo nuestro amparo.
Sin embargo, el propio surgimiento del misterio griego (el advenimiento de la metafísica o la pregunta por el ser mismo) condenaba, en cierto modo, a una transposicion de éste. Y ello comenzó, ya, con Platón, donde aconteció la primera tentativa de sustraer el ser a un plano distinto del de las cosas mismas. El camino estaba determinado. El ser fue progresivamente asentandose sobre el enunciado (aquel artificio en conexión con la cosa pero que, sin embargo, nada tenia ya de la naturaleza de esta última). Así, la inminencia del ser fue trasladada a un plano trascendente. O dicho de otro modo, lo que determinaba el ser de la cosa ya no residía en ella misma sinó sobre “Un” ente ajeno, que no era otro que el mismo Dios. La metafísica medieval se asentaba sobre esta concepción intermedia del ser –entre Grecia y la Modernidad-, donde la cosa dependia directamente de un “ser absoluto” que le concedia su licencia de ente. Así, la cosa pasaba a entenderse como ens creatum.
El giro definitivo hacia nuestra concepción del ser, sin embargo, tuvo lugar con la duda metódica cartesiana y su resultado. El ego cogito ergo sum apuntó lo que sería la nueva -y definitiva- naturaleza de la verdad del ser: la certeza. Pues que algo sea cierto requiere claridad y distinción. Ante la posibilidad cartesiana de que el mundo se desmoronara, apareció algo para agarrarse y sobre lo cual, hasta ahora, hemos sostenido la condición de lo que debe ser de lo que no. Se trata de la previsibilidad o matematización de cuanto acontece –o es-. Es en estos términos que aparece la noción de sujeto moderno.
Y es en este punto donde Heidegger alerta del peligro de confundir subjetivismo con individualismo. Que la modernidad se base en el subjetivismo significa que se ha establecido la certeza como aquel y único terreno sobre el cual el hombre moderno ha edificado todo cuanto es posible. Por ilustrarlo de algún modo, nosotros, hemos establecido la ciencia (y la previsibilidad como hecho inherente a ella misma) como un escenario común. Un suelo sobre el que solo puede sostenerse y comparecer aquello que cumple con esta razón dada. Este suelo, pues, es aquello que en todo momento subyace (o que yace bajo todo cuanto es), esto es, el subiectum -o sujeto-.
Aquello cuanto comparece es, pues, el objeto; lo representado sobre el escenario-sujeto. Y esta dicotomía es el fundamento del ser moderno. El sujeto se encuentra, inevitablemente, separado del objeto (lo re-presentado) y, a la vez, fundamenta su esencia en él. Y viceversa. Algo así como en esa imagen bergmaniana del filme Persona en que aparece un niño tras una pantalla, palpando la imagen y ligado a ella; deseando traspasarla y pertenecer a ella. Pero sin embargo, condenado a estar siempre al otro lado de lo representado.
Insiste Heidegger que este es nuestro ser moderno y, en estos términos, define nuestros tiempos como la época de la imagen moderna (adjetivo, este último, que va ya implícitamente ligado a la naturaleza del sustantivo). Sobre este terreno compartido del subjetivismo es donde comparece la antropología y el humanismo. El reto, sin embargo, es asumir plenamente lo que implica nuestra época. Y sin embargo, parece que hemos puesto más énfasis en hacer, de algún modo, un fetichismo de lo ilimitado de este escenario común[2] que no en intentar desvelar lo sombrío de cuanto acontece. Pues, en el fondo, el conocimiento de nuestra época –y su plena asunción- implica el conocimiento de la historicidad del ser. Y saber, asimismo, sustraerse de todo ello, tomando distancia y así, poder precisar la posición que ocupamos. Entretanto –y más de 70 años después de que Heidegger pusiera el tema sobre la mesa- el hombre moderno continua en la negativa de aquello que se encuentra bajo el primer plano de luz.


[1] Dos acotaciones son necesarias en este punto inicial. La primera, que por metafísica se entiende aquí la pregunta respecto a la esencia del ser. La segunda es que la referencia a “Grecia”, a lo largo de la exposición debe ser entendida siempre como un lapso temporal-histórico del hombre occidental y, en ningún caso, como un lugar físico y menos aún como un Estado, en los términos contemporáneos.
[2] Entendiendo por ello la excitación irracional que el hombre siente ante el inabarcable abismo de los avances técnicos o de los descubrimientos científicos, que revelan en él un modo particular de ensimismamiento y de velar su propia historicidad y sus raíces.