Es sabido que con el advenimiento de la Modernidad el hombre, en tanto que sujeto, se asentó como centro de gravedad metafísico. En esta medida, el hombre, fue motivo central del Arte y considerado ya, no como un ente creado, ni como algo que, súbitamente, aparecía en el mundo para pasar a sumarse a él. El hombre-sujeto era, contrariamente, la posibilidad misma del mundo y de todo cuanto en él aconteciera. Pero, siendo este extremo cierto, también lo es, en la misma medida, que la propia idea de “sujeto” ha ido moldeándose a lo largo del tiempo.
En éste artículo se pretende alumbrar algo entorno a este cambio y, para ello, se ha recorrido a la representación que el Arte ha realizado del hombre-sujeto con respecto a aquella acción que a éste le es más propia: el caminar. Pues el sujeto -a diferencia del resto de lo ente- tiene por esencia la autodeterminación. Así, el hombre, en su caminar, escoge sus sendas y deshecha los caminos negados. Nadie, más allá del hombre, tiene en sus manos la propia esencia y, en esta medida, sólo él camina.
Gattamelata, de Donatello, puede considerarse, en este sentido, como la primera representación moderna del caminar humano. Tras un milenio de ostracismo artístico, el hombre -ya convertido en sujeto- se alza, seguro, sobre los lomos de un caballo que, a su trote sereno, marca el paso y la mirada con respecto al devenir mundano. Un devenir, por otro lado, que no le es nada ajeno pero que, sin embargo, ya poco puede alterarlo. Il Condottiero poco puede hacer, pues ya casi todo lo ha hecho. El caminar que Donatello muestra es el de alguien que ya ha recorrido largamente por los profundos lugares del mundo y ha dejado en él una larga estela.
Pese a ello, el perfil ecuestre de Gattamelata no está, ni mucho menos, agotado, sino todo lo contrario. Donatello realza hábilmente las facetas más naturalistas de un individuo maduro que, traspasando ya lo mundano que lo envuelve y sin negar, en ningún momento, su profundo carácter humano, fija su mirada en un horizonte más lejano. Quizá trazando una parábola que apunta hacia Roma; hacia aquella estatua de Marco Aurelio del Campidoglio. Quizá busque aquel horizonte inevitable hacia el que se dirige el devenir final de todo ser humano: la muerte. En todo caso, Il Condottiero, con su sereno cabalgar, muestra una humanidad sempiterna y sublime, que casa lo contingente (el ser de un hombre maduro montado en su caballo) con lo eterno (el retorno a lo clásico y la referencia misma a la muerte).
En el otro extremo, pasados ya más de quinientos años, Giacometti puso a ojos del mundo su Hombre caminando. El fundamento es el mismo que en Donatello y, sin embargo, a nadie le podrán escapar las profundas diferencias. El héroe sereno del perfil ecuestre se ha ido carcomiendo en su caminar por los cinco siglos que separan una de otra realización. Tan solo ha quedado un modo de estructura funicular que, quizá, sea lo último que le quede ya al hombre moderno más contemporáneo.
El hombre de Giacometti no nace de una adicción de materia entorno a una estructura hilada, sino todo lo contrario: es lo matérico degradado en su máximo estado. Véase sino una vista más cercana y se apreciará la descomposición de lo humano y su tendencia hacia unas líneas básicas; directrices entorno a las cuales se configura la única representación posible. El hombre pues, no puede escapar de esa estructura predeterminada que lo liga y que vincula todo su desarrollo posible. El hilo, asimismo, deviene metáfora de la jaula en la que el hombre ya vive. Podría ser esa jaula, perfectamente, el pensamiento cartesiano que, a modo de malla, se extiende hacia todo lo real y condiciona la posibilidad de lo ente en su totalidad. El hombre, en la medida en que se ha otorgado plenamente al pensar físico-matemático, ha devenido preso del mismo.
Así, el ejercicio de aparejar en una misma línea estos dos extremos es sumamente ilustrativo respecto al hecho de la degradación metafísica del hombre-sujeto. Ambos sobre el pedestal y, elevados a la categoría de Arte. Uno, así impasible pero seguro en este caminar que, por primera vez, exponía al hombre como centro de todo posible acontecer. El otro, un hombre anónimo -y todos los hombres a la vez- que ya solo muestra el residuo nefasto e inevitable de este legado metafísico que advino con el Renacimiento. Asimismo, el pedestal que ensalza el perfil vigoroso del primero no es otra cosa que la materia informe respecto a la cual se configuró lo humano en un acto de costosa sobrebia.
De hecho la materia que encierra el pedestal de Giacometti es la única materia que propiamente existe y, a la vez, la única escapatoria que puede vislumbrar el hombre por ahora; esto es, su misma disolución en ella. Disolución, sin embargo, no debe confundirse con muerte. Disolución implica retorno. La escultura de Giacometti encierra en su seno la posibilidad misma de la redención. Y ello, inevitablemente pasa por estos pies que intermedian entre una y otra parte. En ellos se encierra, como en una especie de coágulo, el flujo que retorna hacia abajo y, asimismo, la posibilidad de volver a realzarse en el perfil humano-subjetivo. Al fin, un atisbo de esperanza se entreabre en la lejanía. Quizá, ahora, solo debamos saber apreciarlo.
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