Este artículo retomará una cuestión subyacente en diversos de los temas hasta ahora expuestos –y en estrecha relación, también, con lo tocante al arte-. El camino que se propone, de entrada, puede generar ciertos temores. Pues el tema no será otro que aquello que todo y cada uno da ya por supuesto en cada palabra y en todo en cuanto acontece. Un asunto obviado y trivializado; por lo tanto innecesario para el habla, por el hecho de ser inherente a ella. Pues todo, inevitablemente, debe ser; y podrá ser aquello o lo otro, más claro u obscuro, pero en todo caso, siempre ser.
Para poder desbrozar algo de la senda que nos puede permitir alumbrar algo sobre aquello que el ser esconde se seguirá el trazado que abrió, en su momento, Martin Heidegger. De hecho, parece impensable poder hacerlo de otro modo, pues fue el filósofo alemán quién puso sobre la mesa, por primera vez la cuestión del “ser en cuanto a ser”. Y pese a que la primera –y más celebre- tentativa para abordar el asunto fue su opera magna, Sein und Zeit (Ser y Tiempo), aquí se tomará una reflexión más compacta y, asimismo, completa: el ensayo que lleva por título –y que se puede encontrar en castellano en el libro Caminos del Bosque (Alianza, 2005)- La época de la imagen del mundo.
Siguiendo la línea propia de exposición y alterando el orden en que se expuso la cuestión por el mismo filósofo, cabe preguntar, en primer lugar por el origen; esto es, el origen de lo originario ¿Dónde y que forma tomaba el ser en su comienzo? Heidegger sitúa el inicio de la metafísica en Grecia.[1] La metafísica, precisamente, se inició preguntándose por el ser en la medida en que ello se presentaba como lo subyacente de todo cuanto acontecía (esto es, la αρκε de la φύσις). Este ser debía ser entendido como el cuidado de aquello que sale a la luz. Lo alumbrado, de este modo pasaba a ser en el uso o en el trato de lo que era en tanto aquello que era (y en ningún caso sustrayendolo hacia un plano tematizante). El ser de la cosa acontecia en la pura inmanencia. Un cuenco era, por ejemplo, en tanto que contenia el trigo de la cosecha. Dicho ser, dependia, asimismo, del cuidado de aquel des-cubridor que lo sustraia del estado previo del no-ser (o de cubrimiento). Así, la verdad del ser, en Grecia era ἀλήθεια; término que podría traducirse como “aquello que no está en la oscuridad” y, por lo tanto, que ha sido sustraido de este estado, saliendo a nuestro encuentro y yaciendo bajo nuestro amparo.
Sin embargo, el propio surgimiento del misterio griego (el advenimiento de la metafísica o la pregunta por el ser mismo) condenaba, en cierto modo, a una transposicion de éste. Y ello comenzó, ya, con Platón, donde aconteció la primera tentativa de sustraer el ser a un plano distinto del de las cosas mismas. El camino estaba determinado. El ser fue progresivamente asentandose sobre el enunciado (aquel artificio en conexión con la cosa pero que, sin embargo, nada tenia ya de la naturaleza de esta última). Así, la inminencia del ser fue trasladada a un plano trascendente. O dicho de otro modo, lo que determinaba el ser de la cosa ya no residía en ella misma sinó sobre “Un” ente ajeno, que no era otro que el mismo Dios. La metafísica medieval se asentaba sobre esta concepción intermedia del ser –entre Grecia y la Modernidad-, donde la cosa dependia directamente de un “ser absoluto” que le concedia su licencia de ente. Así, la cosa pasaba a entenderse como ens creatum.
El giro definitivo hacia nuestra concepción del ser, sin embargo, tuvo lugar con la duda metódica cartesiana y su resultado. El ego cogito ergo sum apuntó lo que sería la nueva -y definitiva- naturaleza de la verdad del ser: la certeza. Pues que algo sea cierto requiere claridad y distinción. Ante la posibilidad cartesiana de que el mundo se desmoronara, apareció algo para agarrarse y sobre lo cual, hasta ahora, hemos sostenido la condición de lo que debe ser de lo que no. Se trata de la previsibilidad o matematización de cuanto acontece –o es-. Es en estos términos que aparece la noción de sujeto moderno.
Y es en este punto donde Heidegger alerta del peligro de confundir subjetivismo con individualismo. Que la modernidad se base en el subjetivismo significa que se ha establecido la certeza como aquel y único terreno sobre el cual el hombre moderno ha edificado todo cuanto es posible. Por ilustrarlo de algún modo, nosotros, hemos establecido la ciencia (y la previsibilidad como hecho inherente a ella misma) como un escenario común. Un suelo sobre el que solo puede sostenerse y comparecer aquello que cumple con esta razón dada. Este suelo, pues, es aquello que en todo momento subyace (o que yace bajo todo cuanto es), esto es, el subiectum -o sujeto-.
Aquello cuanto comparece es, pues, el objeto; lo representado sobre el escenario-sujeto. Y esta dicotomía es el fundamento del ser moderno. El sujeto se encuentra, inevitablemente, separado del objeto (lo re-presentado) y, a la vez, fundamenta su esencia en él. Y viceversa. Algo así como en esa imagen bergmaniana del filme Persona en que aparece un niño tras una pantalla, palpando la imagen y ligado a ella; deseando traspasarla y pertenecer a ella. Pero sin embargo, condenado a estar siempre al otro lado de lo representado.
Insiste Heidegger que este es nuestro ser moderno y, en estos términos, define nuestros tiempos como la época de la imagen moderna (adjetivo, este último, que va ya implícitamente ligado a la naturaleza del sustantivo). Sobre este terreno compartido del subjetivismo es donde comparece la antropología y el humanismo. El reto, sin embargo, es asumir plenamente lo que implica nuestra época. Y sin embargo, parece que hemos puesto más énfasis en hacer, de algún modo, un fetichismo de lo ilimitado de este escenario común[2] que no en intentar desvelar lo sombrío de cuanto acontece. Pues, en el fondo, el conocimiento de nuestra época –y su plena asunción- implica el conocimiento de la historicidad del ser. Y saber, asimismo, sustraerse de todo ello, tomando distancia y así, poder precisar la posición que ocupamos. Entretanto –y más de 70 años después de que Heidegger pusiera el tema sobre la mesa- el hombre moderno continua en la negativa de aquello que se encuentra bajo el primer plano de luz.
[1] Dos acotaciones son necesarias en este punto inicial. La primera, que por metafísica se entiende aquí la pregunta respecto a la esencia del ser. La segunda es que la referencia a “Grecia”, a lo largo de la exposición debe ser entendida siempre como un lapso temporal-histórico del hombre occidental y, en ningún caso, como un lugar físico y menos aún como un Estado, en los términos contemporáneos.
[2] Entendiendo por ello la excitación irracional que el hombre siente ante el inabarcable abismo de los avances técnicos o de los descubrimientos científicos, que revelan en él un modo particular de ensimismamiento y de velar su propia historicidad y sus raíces.
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