Si algo, ante todo, algo hay que reconocer del papa actual, Benedicto XVI, es que, más allá de ser el máximo representante del credo católico –el Pontifex Maximus-, Joseph Ratzinguer –el individuo humano- es, en primer lugar un teólogo; un señor que ha teorizado y que sabe exponer su visión con respecto a lo que puede representar Dios en los tiempos que corren. Es en este ámbito que, entorno a lo que ha expuesto el Papa en las mediáticas Jornadas Mundiales de la Juventud, se analizarán, a continuación, sus palabras y se intentará poner en relación lo que se puede extraer de su discurso desde una óptica crítica.
En primer lugar, se empezará por aquello que salió a la luz desde la misma boca de Ratzinger. Cabe mencionar que el núcleo del discurso se fundamentó sobre la más profunda de las Cruzadas que enfrenta la Iglesia en el siglo XXI. De la obsesión medieval en enderezar a los moriscos hacia la rectitud y la ortodoxia en la fe católica, el gran mal, ahora, tiene otro nombre; el “laicismo”. Una pandemia que, desde el Vaticano, se observa como una desviación que afecta especialmente a los jóvenes –motivo fundamental, además, de la convocatoria periódica que este año ha tenido lugar en Madrid- que, desamparados, ya no saben asir la luz divina que alumbra su alma como seres-creados, sino que fluyen hacia un modo de soledad existencial. Sí, una “existencia sin horizontes, una libertad sin Dios”. Como en la metafísica de Camus o de Sartre, el hombre deambula errático en su más pura soledad. Y de este modo, confunden lo claro con lo oscuro; “lo que es bueno de lo malo, lo justo o lo injusto”.
El antídoto no puede ser edulcorado y, Ratzinger lo deja claro. Sólo “nos” saldremos de ésta con “radicalidad” evangélica. Pues frente al “relativismo”, hay que imponer “La” vara de medir. “La” única. Dios. No es fácil y exige sacrificio pero, ¿qué más sacrificado puede ser en “nuestra” Cruzada” que pueda compararse con la del mismísimo Redentor? ¿No le debemos a “Él” todo y mucho más? Parafraseando –irreverentemente- aquél panfleto que encarnó las voces satánicas del siglo XIX –el comunsimo-, se podría decir: “Jóvenes católicos del mundo, ¡uníos!”.
Y, ¿del Estado?, ¿qué decir? A nadie escapaba que Ratzinger viajaba a un lugar hostil que, desde el propio Vaticano, se veía como un país apóstata, revelador de la impiedad y enajenando a los jóvenes con respecto a Dios. El teólogo y líder espiritual del catolicismo aludió a que se había impuesto un “utilitarismo” que conducía, de algún modo, a un “totalitarismo político”. Pues el Estado toma las cosas según una estricta racionalidad donde solo vale lo material. Solo aquello que resulta productivo económicamente es incentivado. La espiritualidad y lo divino, claro está, a nada conducen bajo estos términos y, como tal, ha estado alejado del amparo que durante tantos años profesó este mismo Estado –español- hacia aquél Dios común que ha aunado a cuantos se han encontrado estos días en Madrid.
Bien, hasta aquí la transcripción, en forma sintética del mensaje teológico que el Papa ha emitido al mundo desde la capital. Ahora la crítica.
Ante todo lo que se ha alumbrado, yace una falacia que cabe destapar –siempre, cabe decirlo, desde la óptica del agnosticismo de quién escribe-. Esta falacia lo pone todo en relación y revierte tanto con respecto a lo dicho sobre el “laicismo” como también sobre el presunto “totalitarismo de estado” que se profesa en el mundo contemporáneo.
El pecado original con el que carga todo ser no-católico, presuntamente, equivale a eso que ha tomado el nombre de “relativismo”. El ser-absoluto no da lugar a dudas. Es lo que es, y punto. El ser-relativo, sin embargo, ha perdido su vara de medir. O dicho de otro modo, ésta se contrae y se dilata según aquello que interesa. Lo oscuro puede devenir luminoso; y viceversa. Todo es reversible en un modo moderno de sofística donde el bien supremo es el propio interés.
Sin embargo, si bien el argumento puede tener ciertos tintes de verosimilitud, la realidad dista mucho de lo que Ratzinger –hábilmente- presenta ante nosotros. Y aquí cabe destapar la falacia. El hecho yace en la ecuación que lo arrastra todo. El ser-absoluto no implica solamente al ser-católico y, asimismo, el ser-no-católico no es equivalente al ser-relativo. Pues el ser-no-católico no va ligado ineludiblemente a la negación de todo sistema de valores per se, sino más bien, a la negación de “Un” sistema dado a priori.
Así, la libertad de aquellos que se saben “creados libres, a imagen de Dios” no puede ser otra que la no-libertad de aquellos que toman prestado un sistema de valores, en ausencia de lo que ellos mismos no son capaces de dictaminar. ¿Quiere decir esto que todo vale? No. El librepensador; aquél que sabe sustraer su propia moral –sin adoctrinamientos ni préstamos- es aquel que se reconoce como uno entre los demás. Él, sí, indudablemente; sujeto y sostén de un mundo. Y sin embargo, en ningún caso “relativista”. Pues confundir al relativista con el hipòcrita o el neosofista es mantener la falacia que fundamenta el pensamiento del teólogo Ratzinger. Nadie, por muy ateo, debe negar que lo que es oscuro para aquél también debe serlo para el de más allá.
Es evidente que no todo vale y, asimismo, eso no va ligado ineludiblemente al absolutismo de un individualismo que solo piensa en él. Ahora, siempre será él, y no otro, quien que genera valores. Al fin y al cabo, hasta el propio Ratzinger interpreta el sistema de valores ya dado para ofrecerlo como absoluto al credo católico. Cada uno lo tomará o lo rechazará. Pero siempre y ineludiblemente, cada uno.
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