BlogESfera. Directorio de Blogs Hispanos escritos -reflexions variades-: 2020

sábado, 21 de noviembre de 2020

'El ocaso de los dioses'

Permítanme hacer un paralelismo. Salvando toda la distancia del mundo entorno a una y otra situación, a algo muy familiar me recordó ayer la imagen de Rudy Giuliani cuando sudaba el tinte de su pelo en defensa de lo indefendible. Algo huye ya en su representado. Algo que ya se le escapa para siempre y que se eleva, de ese modo, en la forma de un ideal; esto es, el ocupar el asiento presidencial del Despacho Oval de la Casa Blanca por los años de los años.

Demasiado se asemeja esa imagen al momento en que Dirk Bogarde, puesto en la piel de Gustav von Aschenbach agoniza en una playa del Lido veneciano, alcanzando, así, el que quizá sea el paroxismo del momento más patético jamás representado en la Historia del Cine. En efecto, se trata de ‘Muerte en Venecia’ de Luchino Visconti que, a su vez, pone tras el celuloide una adaptación de la célebre novela de Thomas Mann.



Entre el mucho y el poco, encontraremos su similitud. En el ‘poco’, es evidente que Von Aschenbach es él mismo quien se funde bajo el tórrido sol veneciano y entre esos giros musicales postrománticos de la Quinta de Mahler que acentúan todo el patetismo del instante. Giuliani es, en cambio, un mero representante de quien padece ese agónico instante. Además Von Aschenbach fue excelso en lo suyo como nada lo fue ese representado del ex alcalde neoyorquino.

Sin embargo, en el costado del ‘mucho’, la languidez decadente que emanan de esos chorretones de tinta representan  quien todo lo fue y quien ya nada es ni será. Quien su momento de gloria ya pasó para siempre y quien, además, queda aquejado por haber contraído un letal virus –dígase cólera o coronavirus- que terminan llevándolo, inevitablemente, a la muerte –sea esta física o política-.

Y es que esa noción de la sempiterna presencia del ideal yace en ambos casos con toda la intensidad posible. En uno, en la forma de un sillón que escenifica el poder. En el otro, en la posesión de la pueril belleza. Von Aschenbach, en efecto, lo fue todo en la creación de lo bello del mismo modo como ese representado de Giuliani también lo fue en el poder y en la ostentación del mismo. Ciertamente, puede parecer hasta ofensiva la comparación por aquello de equiparar la más tosca forma del proceder humano enfrentada a la pulcritud de su excelsitud. Pido perdón, de antemano, si alguien puede creer inoportuno el hecho de contraponer esas dos situaciones.

No obstante, toda la fuerza visual del momento me remite a ese punto en el que ambas imágenes se funden en una de sola. La analogía de ese momento ficticio parece cobrar, dentro de mi mente, cierta realidad poética cuando comparece Rudy Giuliani en esas circunstancias. Solo le falto caer del atril para culminar la escena perfecta que lo elevaría a la eternidad. Una eternidad, todo sea dicho, donde lo mórbido se encumbra y la vida se retrotrae, ya, para siempre.






lunes, 16 de noviembre de 2020

La derrota de Trump, la victoria del trumpismo

A fecha de hoy, el largo y tedioso recuento de los votos de las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses puede darse ya por concluido. Faltando por contabilizar unas pocas papeletas postales, se puede proclamar que Donald Trump ha sido el candidato que, a tenor del apoyo conseguir mediante sufragio popular, hubiese logrado una estancia de cuatro años más en la Casa Blanca; pues del resultado obtenido se desprende que, en todas las elecciones presidenciales anteriores hubiese logrado una holgada victoria. Los datos son, en este sentido, claros y contundentes. Trump no solo ha incrementado su apoyo electoral en 10 millones de votos sino que hubiese vencido, sin rasgarse las vestiduras, al mismo fenómeno Obama, quien en 2008 logró alcanzar la presidencia con casi 65,5 millones de votantes. Trump ha obtenido la friolera de casi 73 millones.

Aquí, lo de menos, es que, en efecto, perdió las elecciones. Nadie debe olvidar, sin embargo, que eso fue así, precisamente, porque el entusiasmo que ha despertado el insolente Presidente (y, dígase ‘insolente’ por decir uno de tantos adjetivos que a uno se le ocurre para definir al susodicho) había que apaciguar esa idolatría hacia su personalidad. Era necesaria una contraofensiva al trumpismo. El bondadoso, pero poco carismático Joe Biden ha sido el beneficiario. No por sus méritos, sino sencillamente por ser su alternativa.

Mucho se ha dicho ya entorno al tema. Que, en efecto, no es una cuestión de demócratas o republicanos. Que la ideología pasa, prácticamente, a segundo plano. Sencillamente, que había que aplicar quimioterapia ante un cáncer, con riesgo agudo de metástasis, que amenazaba al –todavía- Estado más poderoso del mundo. En este sentido, para ilustrar un poco la cuestión se hará un elegíaco paralelismo; un cáncer –literal- se llevó al convicto republicano John McCain en 2018. El dignísimo McCain fue un activista del antiturmpismo, un luchador contra los tumores malignos. El primero –el suyo propio- no lo venció, pero se puede decir que el recuerdo de su elegancia y su altura de miras en la política, seguro que contribuyó a contener al segundo.

En efecto, el verbo debe ser ese: ‘contener’. El incendio metafórico y literal que creó ese monstruo sigue muy activo. El trumpismo, lejos de morir, ha hecho de la primera democracia moderna del mundo un lugar donde los disturbios se suceden, las mentiras (‘fake news’) se divulgan a modo de dogmas de fe, los modales y la educación se vuelven insultos, difamaciones y calumnias; y así, un largo etcétera.

Mientras esto sucede, desde Europa la gran mayoría se pregunta ¿cómo logró ese ególatra e inoperante sujeto ser Presidente de los Estados Unidos? A la pregunta debería añadirse el factor clave Y –exceptuando el vencedor de los comicios- ¿cómo pudo perderla con el mayor apoyo popular de la historia? Pues Trump, en efecto, perdió las elecciones, pero el trumpismo venció. Venció porque ahora los Estados Unidos están más divididos. Porque se ha abierto una terrible caja de pandora de consecuencias indeterminables; esto es, la impunidad, el ‘todo vale’. Porque, ciertamente, la institución de la Presidencia de los Estados Unidos ha podido resultar más o menos afín, pero si algo ha habido en ella ha sido pulcritud y decencia.

Con el trumpismo se ha abierto un nuevo período. Esa aureola reverencial con la que se proyectaba, tiempo atrás, la idea de lo que representaba el Despacho Oval ha quedado mancillada. Ya no por convertirse en uno de esos desaguisados platós televisivos que tanto había frecuentado su morador para estampar una firma que validaba un perverso decreto. Sencillamente porque su sola presencia lo ha pervertido. Perversión es misoginia, xenofobia, supremacismo. Perversión es, en último termino, la normalización de la misantropía. Porque alguien que pueda proyectar tanto odio, diseminándolo en forma de mentira, no puede ser más que alguien que sea incapaz de quererse nada más que a sí mismo.

Y, en ese modo de egolatría colectiva, nace un nuevo modo de pensar. Un pensamiento apolítico y visceral. Una especie de preconización del ‘sálvese quien pueda que vienen los otros’ bajo el lema del ‘Make America great again’.

* * *

Para terminar, sería injusto decir que los Estados Unidos han votado masivamente a Trump sin añadir algo más. En el presente texto se ha hablado de la división como efecto directo del trumpismo. Una de las divisiones más acuciantes en el país es la que separa las zonas rurales de las urbanas; pues mientras las primeras han sido el gran caldo de cultivo del trumpismo, las segundas han sido los bastiones de la resistencia hacia él. Que quede clara una cosa, que nadie se confunda, esto no es una cuestión de malos y buenos ni de ‘urbanizar’ lo rural. Es un alegato a la diversidad e, incluso, al conflicto constructivo.

La demografía muestra como en la ciudad -no exenta de sus atávicos problemas- la diversidad cultural genera riqueza social, teje compromisos colectivos y produce sistemas de ayudas cruzadas. En efecto, no hay un paradigma de lo urbano como sí lo hay de lo rural (véase, en este sentido, la película ‘American Beauty’ como ejemplo de ese patrón de sociedad al que se hace referencia). Para evitar más quimioterapias –que siempre son agresivas y generan molestos efectos adversos-, quizá haya que ‘humanizar’ esas zonas no urbanas. Romper ese cliché de homogeneidad sería el primer paso para derrotar esta lacra donde el maldito trumpismo ha logrado arraigarse. Sin adoctrinamiento. Sencillamente diversificando. Quizá esa sea una buena forma de empezar a hacer política de nuevo.

viernes, 29 de mayo de 2020

¡Nada!


Nacionalidad; rezan los formularios. Espíritu Nacional; formación y orientación derecha de uno mismo versus su digno sentir patrio. Pilar básico y fundamental de la identidad. Documento Nacional de Identidad, se dice en estos lares. Más llamado DNI por aquello del ahorro de tiempo y saliva. En lengua inglesa se limitan a decir ID Card, a una simple tarjeta de identificación. Algo, pues, muy importante será, digo yo, cuando tanto lo usan los españoles. Digo, los nacionales de España (si se me permite decir).


Otrosí digo: Museu Nacional d’Art de Catalunya. Siglas: MNAC. Se nos vuelve a colar esa ene de nuevo. Sea dicho, ahora, en lengua catalana. Algo muy importante será cuando tanto lo usan los nacionales de Catalunya (si se me permite decir).


Mucho sea el decir permitido. Con gratitud.


Respecto lo otro, no busquen la diferencia, no la hay. La nacionalidad del MNAC es tanta como la del DNI. Ya no en términos cuantitativos, sino absolutos. La nacionalidad está o no está. Sin grises. Sin porcentajes.


¿Y qué hay de lo nacional? Pues, el himno, la bandera. La bandera: formas y colores. Una sombrilla en la playa, nos cubre y aúna bajo su textil figura.  Evítese la exposición solar. En estos tiempos los rayos UVA son potencialmente cancerígenos. Ya lo dicen los médicos: hay riesgo de melanoma. Así que mejor será que cada uno bajo su sombrilla. La playa: Organización de las Naciones Unidas.


A veces nos da por echar un chapuzón. ¡Qué temeridad! Evítese a toda costa. Ya no solo por el sol y el melanoma. Las medusas. Incluso se dice que, recientemente, ha habido avistamiento de tiburones. Y qué decir del mar; bajo ese azul indolente sus aguas son traicioneras. Descubiertos apátridas que terminan muertos en orillas de países lejanos, que otros dicen tan cercanos. Entonces, ya no necesitamos sombrillas para cubrirnos. Pues hemos muerto. Y al cadáver sólo lo cubren esas gélidas lonas térmicas color dorado. Eldorado, curiosamente, en la muerte.


Será prudente, pues, quedarse bajo la sobrilla; digo yo. Nadie quiere morir y, sin embargo, el estar bajo el amparo de su sombra y entre los nuestros ¡Qué mejor! Al fin, el ser humano es un animal de rutinas y nos gusta estar cobijados siempre por lo mismo. Nos gusta nuestra vetusta sombrilla; sempiterna y límpida reminiscencia de nuestra existencia. Ya en nuestra infancia nos cobijábamos bajo ella mientras construíamos efímeros castillos de arena. Nuestra sombrilla. Nuestra bandera. Nuestra nación.


Y sin embargo ¿es cierto? Nación – Bandera – Sombrilla: sentido descendiente. Así se dijo al principio. Pero ya se sabe: al principio era el caos. Ahora nos miramos con suspicacia. Desde nuestras quijotescas ínsulas miramos con recelo los colores de las banderas ajenas. Queremos la nuestra. Al fin, ¿es que acaso hemos cobijado otra?


De repente nos miramos y, obnubilados por la luminosidad solar solo vemos perfiles bajo nuestra sombrilla. No hay caras. Ni siquiera conocemos sus nombres ¡Qué extrañeza! Por lo pronto, siento estar en un mural de la Quinta del Sordo. En un; ¡Aquelarre! ¡Perversidad!


Me inunda el miedo y, salgo corriendo.


A toda costa ¡Agua!


Solo hay mar.


Mar-o-nada.


Nada-mar.


¡Nada!

domingo, 5 de abril de 2020

Quan la ciència ficció deixa de ser fictícia


L’onze de setembre de 2001 el món sencer va esdevenir espectador d’un fet fins aleshores inaudit: una pel·lícula d’acció, amb elements de drama i rerefons polític, es va colar a milions de llars del planeta de forma simultània. Les populars Torres Bessones neoyorquines van desplomar-se davant la mirada atònita i expectant de grans i petits. La història de la pel·lícula és per tots coneguda. En conseqüència, no cal aprofundir en els detalls. Tampoc seria necessari advertir al lector de la llicència ‘cinematogràfica’ de la qual he fet ús a mode de metàfora; doncs tothom sap que allò succeït aquell dia va ser qualsevol cosa menys una pel·lícula. Que la realitat ens va desbordar. I que tal va ser la magnitud del succés que, en efecte, podia assimilar-se perfectament a una de tantes produccions ‘made in Hollywood’ en les quals es projecta una gran tragèdia en ple Manhattan.

Imaginem-nos ara en aquell 2001, just entorn a les dates del col·lapse de les Torres Bessones. Mirem la cartellera. Dia d’estrena. La sinopsis vindria a ser alguna cosa així: ‘Any 2020. Un incipient i contagiós virus d’origen animal és adquirit per un humà a la Xina. En pocs dies aquest es propaga generant una epidèmia local mentre el món occidental, despreocupat i abstret, fa la seva. No obstant, les dinàmiques d’una societat hiperglobalitzada acaba generant, en poc temps, una pandèmia mundial que obligarà a Occident a un insòlit confinament de la població a les seves llars i a un aïllament social que comportarà gairebé la pèrdua de contacte de tots amb respecte els altres’.

Sens dubte, un prometedor argument per realitzar una interessant pel·lícula de ciència ficció. Virtuosos directors i creatius guionistes podrien haver-se donat cops de colze per adquirir drets d’autor sobre ella. Ara bé, que ningú pateixi. No farem un ‘spoiler’. I no pas per voluntat, que ja ens agradaria, sinó per desconeixement total sobre com es resoldrà el film. Les càbales i suposicions són múltiples. Unes prediquen l’Apocalipsi. D’altres la regeneració ètico-moral de l’ésser humà; el sorgiment d’un nou sistema de valors.

El cert, però, és que, a data d’avui –sent principis d’abril de 2020- l’únic que podem garantir és allò que s’ha ofert a la sinopsis; això és: la fotografia de l’actual situació mundial. La pel·lícula, per tant, es troba en plena fase de desenvolupament. I, en aquest sentit, com tota narració, requerirà d’un final. Més enllà de les vicissituds de la Natura, la Humanitat –és a dir, cadascú de nosaltres en el rol que ocupem a la societat- som coprotagonistes d’aquesta història. Ara bé, a diferència de la ficció, el final de la pel·lícula ja no és a les mans del director o guionista de torn, sinó a cadascuna de les nostres accions. El repte és important. No el deixem passar: fem, entre totes i tots el final més bonic d’aquesta pel·lícula. La nostra gran pel·lícula col·lectiva. Aquella que determinarà el futur proper de la Humanitat.

lunes, 23 de marzo de 2020

Diari d'un confinament

Avui és 23 de març de 2020.

Aquesta seria, per antonomàsia, la forma ortodoxa d'iniciar un diari. A continuació, els fets. I, què és un fet sinó allò que fa del moment cronològic quelcom específic? Es pot fer cronologia de l'homogeneïtat?

És evident, no hi ha un moment igual; que cada núvol del cel, amb la seva forma repercutirà, amb la seva ombra, sobre els rajos solars que es projecten sobre el meu escriptori. I més encara; que cada intermitència entre l'esdevenir solar genera en mi una mena de joia interna, com, alhora, d'enuig i tristor em provoca la seva mancança.

No obstant això, la sensació és com d'una uniformitat tan incommensurable que tot esdevé diàriament i res del que no ha esdevingut esdevindrà ja mai més. Esdevenen les hores i, en tant, la meva vida prossegueix. Segueix en el fet de venir i tornar, en la repetició d'allò que ja he fet i que refaig, com Penèlope en la seva homèrica espera. Això, tot just, és el que faig avui.

I certament, avui és, concretament això: avui. Tautològic, sí, però en la reclusió antivírica, tot esdevé com en una mena d'amalgama temporal on les coses es barregen i els artificis dels segons, minuts, hores i -fins i tot- dies, es desdibuixen. Així, visc el temps i, en ell, percebo les coses; com en una 'nàusea' sartriana, on ja no es distingeix res en la seva nomenclatura. Doncs quan allò que és avui, indiferentment, podria haver estat ahir o demà; quan això esdevé, el diari d'avui és el diari de qualsevol altre dia. El dia a dia d'un confinament.

martes, 25 de febrero de 2020

'La Strada' de Federico Fellini


Todo tiene un fin en la vida, incluso una ínfima piedra del suelo; pues si la piedra pierde dicha finalidad nuestro mismo ser también pierde el suyo. Esa poética moraleja, extraída de uno de  tantos personajes secundarios del filme ‘La Strada’ del genio Fellini recluye en su seno el fin mismo de la película e, incluso, el nuestro propio.
Contenida e hiperbólica, realista y mágica, prosaica y poética. De una comunión de acontecimientos más bien contingentes, la película se eleva alumbrando lo más transcendental del ser humano. Cuesta desgranar los aspectos concretos de los que se trata, quizá porque ulteriormente, se acaba tratando de todo en todo y cada uno de lo que acontece.

Cuando Zampanò, un artista ambulante pierde a su ayudante; Gelsomina, hermana de dicha colaboradora, la substituye. La madre, entre sollozos, suplica a su hija que le haga ese favor, siempre a cambio de que Zampanò le retribuya por el mismo. Gelsomina asume ese rol con cierta gratitud.
A medida que se va desarrollando el filme, el lacónico Zampanò se muestra cada vez más cruel hacia Gelsomina, quien –más allá de algún infructuoso conato de librarse de él- parece vincularse cada vez más a al mismo y, con ello, a sus actos de violencia psicológica y –en menor medida- también física que le propina.
Dentro de un marco complejo y frenético, los espectáculos se repiten uno tras otro: siempre con el mismo guión y cada cual tan distinto al otro. El universo felliniano se despliega líricamente a través de la expresividad del rictus de Gelsomina y del contexto topológico y antropológico en el que se vincula.
El ‘crescendo’ de la sensibilidad se pone cada vez más de manifiesto – con un leitmotiv musical que desgrana toneladas de nostalgia-. Quizá se anticipe un retorno hacia algo originario; a una virginidad perdida. Un fin que, como se anticipaba en las primeras líneas de esta crítica, todo tiene y que, en su progresiva perdida, el espectador –pañuelo en mano- no podrá más que reflejarse en una cierta vacuidad existencial.

sábado, 1 de febrero de 2020

Apuntes entorno al Brexit


Hoy es un día tristemente histórico: tras 47 años de pertenencia del Reino Unido en el seno de la Unión Europea los británicos han dejado de formar parte de la confederación de Estados más importante del planeta. Es histórico fundamentalmente porque, si bien el proyecto comunitario europeo se ha basado en la integración –esto es, en añadir más miembros y más músculo al mismo-, la ruptura se produce por parte de la segunda potencia económica que la integra. Es triste porque, con el Brexit, todos perdemos; tanto Europa –institucionalmente hablando- como, sobretodo, el Reino Unido.
La génesis del divorcio, contrariamente a lo que pueda parecer, se remonta a tiempos pretéritos. Fue Margaret Thatcher quien introdujo las primeras semillas del quebrantamiento comunitario al manifestar, en diversas ocasiones, sus suspicacias entorno a la convivencia confederal europea y al perjuicio que esta ocasionaba en el Estado británico. La piedra angular con la cual la Dama de hierro insuflaba su antieuropeísmo no era otra que su reticencia a ceder soberanía a un ente supraestatal del cual el Reino Unido formara parte.
No obstante, la UE –y su antecesora, la Comunidad Europea- siempre fue proclive a entender el ‘hecho diferencial británico’, de modo que gran parte de la normativa que emanaba de la misma concedía reservas al Reino Unido para no ‘implicarla’ en exceso en lo que el resto de estados miembros consensuaban. Paradigmáticos han sido, en este sentido, los beneficios obtenidos en la llamada PAC (Política Agrícola Común), en base a la cual los británicos han gozado de cuantiosos subsidios para no ver mermada su productividad en dicho sector de la economía.
Es de este modo como cierta parte de la población y de líderes políticos del Estado británico, han pretendido –y así ha quedado constatado en el proceso de negociación del Brexit- obtener los beneficios del libre comercio que les ha brindado su pertenencia a la UE y, a su vez, rechazar la libre circulación de personas que obliga la misma institución comunitaria. Ha sido, precisamente en base a este último punto en virtud del cual se ha ido articulando un discurso eurófobo liderado por el partido ultraderechista de Nigel Farage. El discurso no dista en absoluto del de tantísimos movimientos populistas-derechistas surgidos en Occidente en los últimos años, cuyo emblema es Donald Trump y su “Make America great again”. Si cambiamos el “America” por el “UK” el resultado no es otro que el mismísimo Brexit.
A todo ello, hay que sumar otros aspectos: la ambigüedad del Labour entorno al Brexit y la casi plena asunción de los Tories del discurso de Farage –al menos en lo referente a la cuestión que aquí se trata- y, sobretodo, a un nacionalismo exacerbado donde el inglés –y, cabe remarcar, ‘inglés’, porque no ha sucedido lo mismo con el resto de naciones británicas- se ha creído con un dominio moral y patrio absurdo y abusivo. Ese etnocentrismo –quizá intrínseco en muchos casos en Inglaterra por su marcada idiosincrasia- ha derivado en xenofobia radical y, a su vez, ha justificado la incomprensión de muchos individuos que el ‘ser inglés’ no es incompatible al hecho de pertenecer a una entidad supranacional que fuera más allá de ellos mismos.
La esperanza de que todo esto sea un “See you” y no un “Goodbye” en toda regla no es otra que Londres y, de ella, especialmente, la City. Estos últimos, han apostado en todo caso por la permanencia. Han sabido ver más allá del provincianismo inglés, proyectándose como capital de Europa. Sus negocios se han beneficiado claramente del libre comercio. Con la creación de los consecuentes aranceles derivados del Brexit es evidente que se resentirán. De hecho muchas empresas ya han trasladado sus sedes corporativas fuera del territorio británico en aras de una mayor proyección a nivel europeo. La City observa atónita como sus conciudadanos se han hecho el harakiri. No obstante, no están dispuestos a mirarlo desde un segundo plano y actuarán para restablecer con la mayor prontitud el status quo que les ha convertido en la gran potencia financiera que son hoy en día.
Finalmente, no puede terminar un análisis del Brexit sin citar Escocia. Búsquese un mapa donde se traduzca cromáticamente quién apostó por el leave y el remain, pues éste mostrará la realidad social británica. Escocia es claramente europeísta. Dicho de otro modo, la realidad nacional escocesa se traduce en querer pertenecer a la UE; y, ciertamente, se antoja difícil creer que Boris Johnson podrá sostenerla dentro de la Union Jack si se perpetúa la segregación de todo el Reino Unido. Otro referéndum pica a las puertas del 10th Downing Street y, este sí, puede ser ya el definitivo.