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lunes, 29 de agosto de 2011

Rodeos variados entorno a Heidegger

Aprovechando el reposo veraniego, se retomará el tema sobre el cual ya se ofreció un condensado tentempié en un artículo anterior; la filosofía de Martin Heidegger. En este caso, sin embargo, la linealidad cronológica con que se expuso antes sufrirá ciertos sobresaltos. Pues lo que se ofrecerá a continuación se aproxima más a una sucesión de pequeñas degustaciones metafísico-gastronómicas, con la finalidad de tomar contacto con ciertos sabores algo diversificados, pero con el debido cuidado de que el paladar no sufra en exceso en el paso contrastado de uno a otro.
De entrada, se comenzará sirviendo una crítica que Theodor W. Adorno realizó, en 1962, sobre la posición heideggeriana con respecto a la metafísica. En ella, se critica el “arcaísmo” de Heidegger –tildado irónicamente de summus philosophus-, la vacuidad de su prosa de resonancias líricas y, al fin, su reaccionarismo ante la tecnificación del mundo y el conservadurismo ideológico que se desprende entorno a la idealización de lo campestre. El texto que sirve a Adorno de fundamento de su crítica fue un breve artículo que Heidegger publico en un boletín local de Friburgo en 1934, titulado ¿Por qué permanecemos en la provincia?
Y ciertamente, lo que acontece a continuación –como apéndice a esta primera degustación- son las preguntas con las que se enlazará hacia el siguiente punto; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica con otra en la que se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo?
Pues según el punto de vista que aquí se ofrece, Heidegger, desde su aislamiento en Todtnauberg –un pequeño pueblo rural donde tenia situada su cabaña de meditación, en la ladera de un monte que se adentraba en plena Selva Negra-, fue capaz de proceder a una fundamental segregación con respecto a lo ente –esto es, a todo cuanto acontece- que le permitió traslucir ciertas cosas sobre aquello que la moderna historia de la filosofía sólo había sabido tomar, frívolamente, como síntomas que apuntaban en la dirección ortodoxa del positivismo científico. Nadie como él fue capaz, sin embargo, de penetrar en la esencia de lo textual sin caer en los modernos prejuicios. Y ello estaba, ineludiblemente ligado, a una necesaria separación con respecto a lo mundano.
Dicho esto, Heidegger quiso, ciertamente, fundamentar su metafísica en esta originalidad del ser[1] y, en cierta forma, recuperar algo de ello sin negar que el terreno originario ya ha huido y que es imposible retenerlo en su integridad. Sin embargo, había en toda su obra una voluntad de lograr una relación más pura con lo ente y, por ello, lo ente mismo debía comparecer fuera de la objetivación moderna[2].
¿Y donde estamos ahora con respecto a todo ello? Esta pregunta anticipa la llegada del siguiente producto de degustación -del que podremos apreciar una cierta textura sociológica entremezclada con la ya saboreada base de metafísica heideggeriana-. Pues la ciencia sociológica –en tanto que subproducto del pensamiento moderno- a apuntado a una novísima modalidad de relacionarse con lo ente. En esencia, es el más extremo re-presentar, del que ya había hablado el filósofo en el ensayo La época de la imagen del mundo. Ahora, en los tiempos contemporáneos- la imagen ha llegado a tomar tal peso que, el sujeto representante –aquel que está tras lo ente puesto en escena-, se disuelve a menudo entorno a lo que él mismo representa, hasta el punto que ello aparece ya fuera de medida. La μέτρον griega, esto es, la posición en la que cada cual sitúa lo abierto –o lo ente que se abre a su paso-, queda sustraída por la virtualidad.
Esa virtualidad se manifiesta en cada una de las acciones del hombre contemporáneo occidental –y cada vez, más, global-. El ser de las cosas pasa a perder cualquier contacto con respecto a todo apoyo –o todo escenario- en el que sustentarse para presentarse en la más pura volatilidad de lo etéreo. Esto puede verse, por ejemplo, en la propia noción de economía especulativa, enfrentada a la de economía real –un nuevo jugo que se incorpora en nuestro festín gastronómico-. Nada más ilustrativo, en los tiempos que corren que, el dinero –ya de por si una abstracción de lo material- sea tomado como una falsa materialidad y, así, a su vez, se haga abstracción de aquello que, en esencia es ya abstracto. Por otro lado, también se habla del mundo interconectado, donde las distancias desaparecen en la medida en que se disuelve la μέτρον y, así, el ser-hombre deambula errático entre un algo sin esencias.
Para poner fin a este extraño surtido gustativo, se retomarán las preguntas formuladas antes, ahora para introducir los postres; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica en otra donde se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo? Se le ofrecerá al paladar un sorbete arquitectónico que pretenderá alumbrar la respuesta hacia estas cuestiones.
El primer sorbo irá de la mano del arquitecto anglo-australiano Glenn Murcutt y su edificio para la residencia de estudiantes del Arthur & Yvonne Boyd Art Center. Contemporáneo; de 1999 y cerca de Sydney. El edificio se alza con la sobriedad de un templo clásico. Retiene y cierra todo el orden de aquello que a su alrededor acontece. Una ladera realzada por las expresivas ventanas, que abren el mundo hacia su interioridad y, a su vez, ésta lo recoge en un cuidado casi fundamental y originario. Como en aquella ladera de Todtnauberg, el edificio, tranquilo, muestra a su(s) morador(es) aquella μέτρον que ha sido negada tantas veces por la contemporaneidad. Mantiene esta justa medida para con el todo. Asimismo, una estrecha escalera se muestra soberbia y, a su vez, contenida por la pesadez limpia de dos muros de hormigón. La cubierta metálica, ligera, como un plano ingrávido que, sin embargo, nada teme de la robustez de los muros, contrapuntándolos en peso y sombra. Su inclinación perfila el cielo y manifiesta un justo y difícil equilibrio.

Ingerido el primer sorbo, se accede ya al segundo y último. Lina Bo Bardi, arquitecta italo-brasileña y su Museo de Arte Moderno de São Paulo, finalizado en 1962. Aquí lo monumental despunta, en primer lugar, por dimensión y color. Dos enormes pórticos de hormigón, pintados en rojo, sostienen un prisma rectangular con estructura de sándwich. El espacio, sencillo y austero se alza, ya no en lo campestre, sino en lo urbano. Pero, a su vez, asume la urbanidad desde una plena perspectiva humana y local. Crea una gran plaza sombría que se ofrece como un ágora contemporánea, en una ciudad donde la incidencia de los rayos solares es intensa. Así, invita a la congregación y al encuentro ciudadano, negando, a su vez, que en la ciudad todo sea residual y neutro, y reafirmando al hombre y a todo cuanto este tiene a su alrededor.


Una vez ya todo yace en el estomago, es momento de la digestión. Los postres han ilustrado mucho acerca de la esencia del pensamiento heideggeriano y su relación con la contemporaneidad. Cierto es que el apego de Heidegger ante su entorno dio lugar a una retórica particular. Pero, asimismo, y en contra de lo apuntado por Adorno, el trasfondo supuestamente “arcaizante” es más una cuestión de estilo que no una posición metafísica en si misma. Tanto en Murcutt como en Bo Bardi se puede apreciar esa esencialidad heideggeriana. Un trato para con las cosas donde estas comparecen depuradas, en una especie de esencialidad originaria. A ello se refirió el propio Heidegger de forma más tardía con la metáfora del puente, en Construir, habitar, pensar. Ese congregar[3] y mantenimiento de la μέτρον -en tanto que orden de aquello que tiene por esencia el estar-a-la-mano-.
Así, el permanecer-en-la-provincia puede –y debe- considerarse desde el punto de vista de dicha recuperación original, más que una negación de lo técnico o de lo urbano. Murcutt muestra como aquello tan de nuestro tiempo -el hormigón y las ligeras cubiertas metálicas- pueden congregar, asimismo, al hombre en esta relación que Heidegger alumbró. Asimismo, Bo Bardi, sin negar la urbanidad, la reafirma, como lugar donde acontece esta congregación. Con toda esta digresión, sale a la luz la plena posibilidad de la vigencia del pensamiento heideggeriano. Su plena contemporaneidad. Y, sobre todo, lugares (τόπος) donde estos se manifiestan.
En tiempos de virtualidad y de a-topía, el reencuentro con lo originario tiene un tinte de sacralidad que se hecha de menos. A menudo, como un efecto catártico en una época donde la abstacción de lo abstracto se ha impuesto alejándonos de todo cuanto de realidad hay en el mundo.


[1] Véase el artículo El “ser” y la concepción del mundo.
[2] O, dicho en los términos que el propio Heidegger utiliza en Ser y Tiempo, como estar-a-la-mano del Dasein
[3] Vocablo, además, que forma parte de la terminología habitual de Heidegger.

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