BlogESfera. Directorio de Blogs Hispanos escritos -reflexions variades-: septiembre 2022

martes, 13 de septiembre de 2022

Hablando del Cine. Hablando de Jean-Luc Godard

Hablar de Jean-Luc Godard es hablar del Cine. De ése mismo en su globalidad. Repudiado por muchos. Vituperado por otros. Sin embargo, creador incesante y sin parangón. Godard fue el director de cine que llegó a tensar tanto la cinta de celuloide que, incluso, llegó a romperla, generando experimentos cinematográficos realmente brillantes y, a la vez, inquietantes y subversivos (pues ¿acaso alguien, antes que él, llego a incorporar en un filme escenas grabadas por teléfonos móviles de baja resolución?)




El éxito o fracaso de cada una de sus experiencias puede ser valorado de modo muy subjetivo. Sin embargo, hay cierta objetividad en el cine de Godard. Paradigmas comunes que se van consolidando y que se constituyen en un leitmotiv a lo largo de su filmografía. Uno de estos elementos es la profundidad comunicativa revestida de frases lapidarias (que muy a menudo parafrasean a grandes filósofos o escritores). Muchas veces, se generan feedbacks inusuales o, directamente absurdos, donde quizá versa más la forma que el fondo; poniendo énfasis en la incapacidad misma del habla (véase, en este caso, Adieu au Langage (2014)). Típicos son también los inicios musicales que entran en modo de crescendo para cortarse abruptamente; tal cual el espectador es arrojado a la desnudez de la escena y de su dramatismo.

No obstante, el desarrollo del lenguaje estrictamente godardiano va integrándose poco a poco. En À bout de soufflé (1959), el primero de sus grandes metrajes y referente de la nouvelle vague, pone de manifiesto un cambio en el rodaje de los planos exteriores y en el desarrollo fílmico en general. Pero, no es, quizá, hasta Vivre sa vie (1962) cuando se produce una verdadera ruptura en el modo de filmar, llegando a anticipar lo acontecido o rodando magistralmente, por ejemplo, una conversación a espaldas de los intérpretes.

A partir de ese momento, se puede afirmar que nace el fenómeno Godard. En este sentido, no deja de ser curiosa la adopción de sus siglas: JLG; usadas como patrón-anuncio de sus distintas producciones. Un modo muy pop para alguien tan vinculado a la gauche francesa. Así, en La Chinoise (1967), en Tout va bien (1972) y en otros tantos filmes, el director vuelca sus preocupaciones hacia esa misma gauche que le genera expectativas y expectación, pero con respecto a la cual no puede dejar de ser crítico y analítico a la vez.


Ya en su fase de madurez, las películas toman como temática aspectos más cercanos a nuestro poso cultural occidental. Cuesta destacar títulos –no por falta de calidad, sino porque apostar por uno implica omitir los otros-. No obstante, se hará hincapié en Film Socialisme (2010) en el cual el constructo fílmico dinamita toda relación entre presentación, desarrollo y desenlace para proceder a un collage cinematográfico de alta envergadura. El tema de fondo no deja de supurar un continuo pesimismo hacia la civilización europea y hacia su construcción en cuanto a tal.

Godard, pues, nunca podrá escapar del Cine. Pero a su vez, el Cine tampoco podrá hacerlo con respecto a él. Su contribución a éste género artístico ha sido incuestionable Tan críptico como poético, ha trazado un recorrido pleno y prolífico que la Historia del Cine –y del Arte- irán situando, con el paso del tiempo, en su debido lugar.

viernes, 2 de septiembre de 2022

Porqué en España hubo una transición y no una revolución

Cuando, entre sollozos, el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, anunciaba la muerte del dictador Franco, en Portugal ya regía un nuevo orden democrático fruto de la popular Revolución de los Claveles. Portugal, como Francia en su momento, quebrantó su sistema político de forma integral. España, sin embargo, todavía se sometía bajo el régimen del yugo y las flechas.

La Transición Española -tan vilipendiada como vituperada hoy- no fue más que un lento proceso de transformación político. En efecto, fue un tránsito hacia otro modelo que, a diferencia de nuestros vecinos lusos, no implicó ninguna rotura del sistema legal. Es más, podemos afirmar con total certidumbre que el régimen jurídico-político en el cual participamos se originó aquél 18 de julio de 1936.

A nadie mínimamente avispado se le escapará la fecha. Fue, en efecto el día en que España se partió en dos: los sublevados frente a los republicanos. El inicio de la Guerra civil. Los golpistas contra los legitimistas. Porque, a pesar de todo, el régimen legal vigente, en aquel momento, derivaba de la Constitución de 1931. Esto es, de la Segunda República española; que se amparó, siempre, en la voluntad popular. Pues fue éste quien, tras la fuga de Alfonso XIII y la consecuente declaración de la República, decidió crear un poder constituyente cuyo mandatario sería el pueblo y cuyo mandato o no sería otro que el de redactar una nueva Constitución.

La legalidad durante el período de la Segunda República derivaba de lo antecedente. Se levantó sobre una continuidad del sistema que, a su vez, permitió refrescar al mismo mediante la garantía de derechos y deberes, más de tendencia progresista y liberal. Pero seamos claros, no se puede decir lo mismo respecto a la “modélica” Transición.

Así, desde la muerte de Franco, tras el nombramiento del rey Juan Carlos como jefe del Estado y de la –supuesta- apuesta de este último por Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, España se dio cuenta de que su único camino era la democracia. España no podía permitirse ser una dictadura insular, en torno a una Europa democrática. Así, Suárez decidió arremangarse y asentar las bases de ese régimen ambicioso pero embrionario (léase, igualmente, el dar comienzo a la celebérrima Transición).

El trabajo del presidente Suárez tuvo sus efectos: las Cortes Franquistas decretaron, mediante la octava ley fundamental del régimen –franquista, por supuesto-, su auto-disolución y el reemplazo de las mismas por las de un nuevo Congreso de los Diputados, donde los escaños serían, más o menos, proporcionales al voto de los ciudadanos españoles. Ésta ley fundamental; esta y no otra, fue la clave de bóveda de toda la democratización del Estado. En efecto, fue Suárez quien, con sus dotes persuasorias, llevó a los obscuros procuradores de las Cortes a votar a favor de su desaparición (de aquí que ha sido apodada como la “ley del haraquiri”). El Franquismo institucional procedió a su disolución.

Dicho esto, el resto es casi por todos conocido. Pero cabe recordar, lo que se ha dicho al principio: venimos de la legislación golpista. En efecto, la Transición no fue la peor, pero encubrió demasiado una legislación en exceso amnésica. Esto es, que si ahora somos democráticos es porque el alter poder; el poder sublevado, rompió, en 1936, con un régimen político legítimo y respetable en términos democráticos. Pero no olvidad: ese poder alzado fue el que negó nuestra realidad. Y, sobre todo, recordad: el sistema político vigente asienta sus bases en el poder rebelde que, institucionalizado, se blanqueó. Dicho sea por última vez, el del yugo y las flechas.

En efecto, en la España contemporánea, hubo una transición, pero jamás una revolución.