BlogESfera. Directorio de Blogs Hispanos escritos -reflexions variades-: noviembre 2019

martes, 19 de noviembre de 2019

La nave lateral en la iglesia cristiana: origen y evolución


El presente texto se ofrece como una tentativa de entender un elemento arquitectónico tan menospreciado a lo largo de la Teoría como es la nave lateral de las iglesias cristianas. Asimismo, cabe anunciar de antemano que la tarea implica una aproximación histórica y metafísica al fenómeno a tratar; pues sin la muleta que ofrecen estos ámbitos del conocimiento es absolutamente imposible aprehender el significado completo de la nave lateral como fenómeno arquitectónico en sí mismo. De lo contrario, se ofrecería un texto de carácter estrictamente técnico que, para nada se aproxima a la voluntad de análisis que aquí se pretende.

Dicho esto, es menester conocer el rango temporal en el cual se moverá este análisis, así como los ejemplos a través de los cuales se pretenderá alumbrar la teoría que aquí se expone. Así, el punto de partida se situará en el siglo V dC y se tomará como paradigma la basílica paleocristiana de Santa Sabina all’Aventino, de Roma. El punto de llegada, se marcará casi un milenio después; esto es, en el siglo XIV y en el que se utilizará como referencia la basílica gótica de Santa María del Mar, de Barcelona.



Cuando utilizamos el término ‘basílica’ en los tiempos contemporáneos la referencia inmediata versa sobre un templo consagrado por la autoridad vaticana. No obstante cabe hacer una cierta propedéutica para conocer la génesis del término. Así, la basílica –en términos estrictamente arquitectónicos- no es otra cosa que una tipología edificatoria que deriva de los grandes edificios públicos de la Antigua Roma. La basílica romana era un lugar polivalente que, tan pronto servía de mercado, como de tribunales de justicia. Lo característico, en todo caso, es el tipo edificatorio: se trataba de grandes espacios, de estructuras arqueadas y abovedadas, sostenidas por columnas sucesivas sobre las que se descargaba el peso de un edificio que, asimismo, versaba sobre su interior.

En el momento que las religiones paganas remiten y dan paso al cristianismo, el templo clásico –eminentemente exterior-, cede a este nuevo tipo edificatorio; pues la liturgia cristiana se basa en la congregación. Así, la basílica se emplea como modelo imperante en tanto que los congregados se reúnen entre ellos y ante Dios y, en todo caso, en un interior.

Sin embargo, la presencia de lo divino en el seno de la basílica –entendida ya como templo cristiano- la obliga a sacralizarse. El procedimiento será reconvertir el ábside, que pasará de ser un simple formalismo a una representación o proyección de lo divino. Pues como es sabido lo circular remite a lo eterno y, si Dios es la mismísima eternidad, que mejor que la circularidad absidal para que éste se haga presente.

La basílica cristiana, sin embargo, se simplifica sumamente con respecto a su modelo original; pues lo relevante en ella no será otra cosa que el espacio como continente. Continente de la congregación y continente de lo divino. Así, esa dualidad busca solamente un espacio donde un Dios –y solo uno- se manifieste ante el credo ¿Qué mejor que una caja –entendida como un volumen prismático penetrable- como prototipo para lograr dicha empresa?

El problema de la caja, no obstante, es la ausencia de direccionalidad de la misma. Un prisma con una adicción esférico-circular en uno de sus extremos no deja de ser algo muy neutro. Dada la novedad de la comparecencia de ese Dios único –frente al politeísmo pagano-, había que reforzar la presencia del ábside y, a su vez introducir un elemento que determine una clara orientación hacia él ¿Cómo resolver tal problemática?

Véase entonces el ejemplo de Santa Sabina. Como se puede apreciar en la planta, la caja se acompaña de dos alas laterales de altura inferior que sirven para justificar la presencia de dos franjas de columnas (una por cada ala). Sobre esas columnas se suceden una serie de arcos de medio punto que, en su conjunto generan una potente y –como apreció Bruno Zevi- acelerada direccionalidad. Tomando en si el hecho que el intercolumnio es estrecho y que los arcos se suceden sin discontinuidad, se logra dicho efecto visual: el ábside pasa a ser, definitivamente, el lugar de referencia.

¿Qué es, pues la nave lateral? Nada más que un elemento auxiliar. Una mera justificación de la presencia de los arcos y las columnas, que, sin embargo no están para servir a dichas naves, sino a la voluntad de resaltar la inmanencia de lo divino, dentro de una cosmovisión en que Dios es uno-y-todo y, como tal, debe presentarse. Así, el espacio queda desneutralizado para potenciar cualitativamente el espacio absidal.





Ahora, se procederá a un salto temporal de casi un milenio. Lo paleocristiano pierde el prefijo para devenir en algo así como un pancristianismo. Dios sigue siendo uno-y-todo. Sin embargo, el carácter de revelación que yace en épocas pretéritas –y que obligan a direccionar la mirada hacia Él-, se ha perdido; pues Dios es algo que, de antemano ya está.

La arquitectura eclesiástica del siglo XIV debe, pues, conceptualizar algo muy distinto. En la medida que no hay que validar un ‘dogma de fe’ –pues nadie dudará de su existencia-, lo que se debe traer a colación es su carácter. De las lecturas de Santo Tomás de Aquino se desprende un cristianismo naturalista en base al cual Dios crea lo natural a su imagen y semejanza. En esa medida, la iglesia ya no es un espacio cerrado entre muros. La caja se abre –metafóricamente y metafísicamente hablando-. La contundencia del muro pasa a ser mera plementería; pues lo estructural se concentra en las líneas-fuerza –tan características de la arquitectura gótica-.

¿Qué será pues de la nave lateral pasado un milenio? Pues que trasmuta de lo coyuntural a lo esencial. La tradición-repetición de una estructura auxiliar pasa a integrarse como un patrón donde la discusión teleológica ya no tiene cabida. Dicho de otro modo, el ‘por qué’ tal elemento está ahí ya no interesa. El hecho es que está y ha estado desde sus inicios. Una anécdota que queda integrada dentro del dogma mismo como un indubitable.

Procedamos a mostrar lo hasta ahora expuesto en el caso concreto de Santa María del Mar. Como se aprecia en planta, la nave lateral ya goza de entidad propia. Ni auxilia ni justifica, simplemente es en sí misma y, a su vez, es en el todo. En la medida que el conjunto de la iglesia muestra el carácter de lo divino y que, además, todo es expresión de la divinidad, cada elemento muestra, a su vez, los caracteres de autonomía y creación. Esta dualidad se muestra, por ejemplo, en la proporción; pues la anchura de la nave central es la unidad, las naves laterales son media unidad –a la vez que las capillas que se encasillan en los contrafuertes, son un cuarto de la misma-. Todo, pues, remite al uno y el uno al todo.

Así, el conjunto de la iglesia es un compendio de elementos autónomos que, articulados, generan otro elemento compacto y proporcionado -el todo creado-. El espacio, pues, ilustra una cosmovisión próxima al panteísmo; pues todo es a imagen y semejanza de Dios. A su vez, todo lo natural es su expresión y su misma creación -como se sugiere al asociar a Éste con la luz o la geometría-.




Lo revelador de este ensayo yace en diversos puntos que han querido traerse a colación a través de ese elemento tan inusual en la Teoría como es la nave lateral. Por un lado, un elemento coyuntural que pasa a ser estructural e integrarse dogmáticamente en el paradigma de la arquitectura cristiana. Por el otro, el trato distinto entre diversas cosmovisiones que le otorgan a dicho elemento. Entre su carácter auxiliar y su emancipación como elemento autónomo debe pasar casi más de un milenio. Pero más relevante aún que todo lo dicho hasta aquí, es el hecho de que todo lo que ha salido a la luz ha sido por medio del análisis de la nave lateral como elemento arquitectónico a través de la introducción de las variables histórico-metafísicas. Éstas son las que han dado verdadero resultado en un estudio que, de otro modo, hubiera resultado imposible o sumamente superficial.

martes, 5 de noviembre de 2019

Crónica de un debate


De inicio, cada uno en sus atriles –en ese extraño ring­ de lucha libre-. Se da el silbato inicial. Luego saltan a la palestra los cinco presidenciables y, mientras el resto juegan al ‘más de lo mismo’, sin aportar novedades significativas, dos de ellos destacan con diferencia sobre la monotonía monocroma de la soporífera medianía.

Y, no obstante siendo polos opuestos y jugando tácticas radicalmente distintas, Pablo Iglesias y Santiago Abascal, se alzan con diferencia sobre el resto de los candidatos a residir, los próximos años, en el Palacio de la Moncloa –si es que eso es posible más allá de Pedro Sánchez que, ante el bloqueo evidente, va camino de convertirse en el funcionalísimo de todos los Presidentes del Gobierno habidos y por haber.-

Lo dicho, el verde –en España neo-fascista y, para nada, ecologista- y el morado –el liliáceo que se posiciona en el flanco más izquierdista-, asaltan el plató con vehemencia. Uno des de la serenidad de la experiencia, contemporaneizado en sus tempos y en su virulencia verbal –quedando lejos aquellas épocas en que interpelaba y exasperaba al entonces Presidente Rajoy con su famoso “Tic Tac” del Olímpico de Badalona-. Ciertamente, Pablo Iglesias es, ya un veterano de estos asaltos y, como tal, un moderado púgil. Más politólogo que político, emana dosis de docencia en sus intervenciones a la vez que vectoriza toda la complejidad, aportando soluciones ante una realidad sumamente compleja.

En el otro extremo del pugilato, Santiago Abascal, se muestra como el candidato populista –que en su tiempo pudo ser el mismo Iglesias- pero con un discurso sumamente simplista y efectista que, en todo momento, se desbordó por su flanco derecho. Pero, atención. Este señor no bromea. Dice todo lo que muchos hemos querido escuchar más allá de las paredes del salón de nuestras viviendas. Opuesto a Iglesias, su simplismo es efectista, sobre todo hacia aquellas mentes –abundantes- que pretenden escuchar lo que siempre han pensado y no han gozado decir. Todo un arribista que, a diferencia de Iglesias, todavía está por conocer su techo electoral.

Sí, una doble corona del tamaño de una catedral. Un empate técnico que obligaría a repetir la contienda si no fuera porque el elector de uno y otro están inconexos; pues mientras uno cercaba las orillas del Mar Menor, el otro hacia lo mismo con el Mar de la Tranquilidad –aquél lunático terreno en que un tal Neil Armstrong marcó su huella en su “pequeño paso” que determinaba el devenir de la Humanidad-. Y es que de Humanidad era desbordante el discurso de Iglesias, como lo era de inhumano el de Abascal –pues, como todo buen fascista, hizo gloria del ‘otro’ para achacar los males del presente que nosotros mismos hemos generado-.

Y, qué decir del resto. Pues nada. Más allá de que Rivera vio pasar de largo su último tren y -el que, casi con toda seguridad- lo dejará para siempre apeado del ring político, las glorias del bipartidismo fueron, sin duda, los actores más débiles de la contienda. Con poco que ganar y mucho que perder, moderaron sus ataques de forma muy premeditada. Casado no da para más -¡pobre!-. Sánchez hizo uso de su calidad institucional de presidente –no lo olvidemos, en funciones-, para, de vez en cuando, lanzar algún titular fatuo e inefectivo; pues su acartonamiento presidencial le privó de toda motricidad expresiva que pudiera aparentar un mínimo de tranquilidad.

Así, los vencedores son claros. Los derrotados también. Todo abierto y sin embargo, todo abocado a un periodo de casi imposible gobernabilidad. No se atisban movimientos de desbloqueo a corto plazo; pues si bien el árbitro alzo ambos brazos para coronar a los ganadores de esta batalla –verde en la derecha y morado en la izquierda-, no olvidemos que el recorrido es largo y que el resto de actores –no presentes ayer en el ring- mucho tienen que decir y decidir para consolidar el vencedor final. La batalla de la Moncloa está lejos de resolverse.