El ser humano desde su
constitución ha buscado en el castigo un elemento condicionante de su misma
conducta. No obstante, es imposible aislar el hecho punitivo de una idea concreta
que se integre en una interpretación general del Derecho. Por ello será
necesario recorrer ciertas nociones sobre la naturaleza jurídica en el que sostiene
como elemento constitutivo al castigo. Ello nos dará la pauta para poder
valorar con propiedad y así, considerar cuando debe ser punible una conducta.
Para ello se acotará en distintos marcos generales del derecho esta misma idea
base.
En un tratado crucial, “La
crítica de la razón práctica”, Immanuel Kant, por primera vez, abordó de un
modo clarividente la esencia de una idea global del Derecho por medio de las
categorías trascendentales. Ello implica el preguntar aquello subyacente en
toda ley. Cabe, sin embargo, remitirse a
la idea de la moral primero. El filósofo alemán determinó que todo el
conocimiento práctico (el vinculado al actuar) emana de las máximas de la moral
y que todas ellas, a la vez, se desprenden del imperativo categórico. Así se
expresa por medio de la máxima como elemento contenedor de la casuística del
actuar y el imperativo categórico, en tanto que principio ordenador de toda acción
posible e inherente a ella. Su dicción es, por un lado, que toda máxima debe
integrarse con las demás sin contradecirse. Por el otro, se debe extrapolar que
todo individuo ajeno al propio ser pueda disponer de las mismas máximas; de
modo que se establece un principio general de actuación social. El Derecho será
pues el garante de tal posibilidad y el hecho punitivo se establece en base a
la desviación de la compatibilidad de una acción que colisiona con la
universalidad del dictado del imperativo categórico. Kant, pues, da lugar a la primera idea
integral del Derecho de matriz estrictamente contemporánea.
Apenas poco más de dos decenios
antes a la obra kantiana, el ‘Ilustrado’
Jean-Jaques Rousseau ahondó en el pragmatismo para explicar, también, la
génesis y necesidad de las leyes como principio base de una convivencia social.
Así, si en el estado natural –esto es, en la humanidad en su desnudez; en su
mera “animalidad”- se encuentra al margen de toda norma. El desarrollo humano
sin embargo, ha derivado en una “conveniencia” en la cual cada uno de nosotros
actuamos como un diente de un complejo engranaje de una máquina que nos permite
vivir juntos, sin disputas y en armonía. De este modo cada cual adopta un rol
social. Esa “conveniencia” no deja de ser un principio ordenador subyacente al
que no prestamos ni atención consciente. Sin embargo la unanimidad de los
miembros decidimos conformar un pacto tácito o “contrato social” en base al
cual, todos y cada uno nos debemos al soberano. Aléjese cualquier idea análoga
al monarca; el soberano aquí es la sociedad o las personas que se vinculan para
servirla, actuando cada cual en ese engranaje para que la capacidad motriz
mantenga esa cohesión ¿Y qué se debe castigar? La pregunta por obvia no se va a
omitir: solo será punible aquello que rompa con el orden estipulado en el “contrato
social” que nos vincula. Solo allí termina la libertad propia; esto es, en el
punto de extensión que coerza la libertad ajena. Solo en caso de romper ese
límite metafísico tendrá sentido el castigo, no para nada más que para la mera
evitación.
Haciendo un salto de dos
centurias adelante sale a colación una propuesta que se eleva sobre la
estructura de la idea de Rousseau y del contrato social. No obstante, el
teórico estadounidense John Rawls le insufló un aire renovador y profundamente
vivo al viejo constructo ilustrado. Ahora la posición del legislador es la
llamada “posición originaria”. En ella cada individuo se encontraría bajo en “velo
de ignorancia”; esto es, conociendo todo lo que materialmente existe pero sin
saber qué rol o qué posición social ostentaríamos ante la materia dicha y, a la
vez, en la conjetura particular de un orden social concreto ¿Qué debe hacer un
legislador? En este sentido, Rawls opinaba que lo coherente, ante el
desconocimiento, sería buscar la sociedad más justa, la considerada más
ecuánime. Ello implica el nacimiento de unos derechos que todos convendríamos que
son universales, ‘erga omnes’ e
inajenables. A la vez, enterraba los últimos reductos del utilitarismo y de John
Stuart Mill, que anhelaba maximizar el bienestar social a costa –si era
necesario- de sacrificar a una parte de la sociedad siempre que se justificara
en términos de dicha posición de máximos. Rawls, más allá de defender unos
derechos justos y una igualdad de oportunidades se aventuraba a cerrar su idea
de ecuanimidad en base al principio de la diferencia. Así, no todos los individuos
serían estrictamente iguales, podían ser desiguales siempre que el incremento
del beneficio para el más rico de esa hipotética sociedad implicaba, a su vez,
un aumento del beneficio para el individuo más pobre. Obsta decir que era
castigable toda conducta que vulnerara el tenor del contrato establecido en la “posición
originaria”. Eso lógicamente no puede más que hacerse fuera de ella, pues solo
puede obrar en contra por su interés particular que, nunca será subsumible al
genérico desconocimiento que emana de ubicarse en dicha posición y bajo el velo
de ignorancia. El entramado de Rawls conformaba un cierre perfecto a una “idea
convencional” –esto es, basada en un pacto social- que, a la vez, actualizaba y
enriquecía la sugerente propuesta rousseauniana.
Como se puede observar del tenor
de lo enunciado, la idea relativa a lo punible solo puede tener el sentido de
evitación con respecto a la alteración del constructo que cada cual ha determinado.
En el marco de un Estado de Derecho contemporáneo, el ius puniendi exige reconceptualizar la idea misma de “castigo” y
liberar el término de su carga retributiva. Dicho de otro modo, no es aplicable
la Ley del Talión –ni asimilables atenuadas- en una hipótesis cuyo principio
general no es otro que el de restaurar, en cada desviación, el marco normativo.
Tampoco debe considerarse que éste sea inamovible. Como bien se puede ver, se
normativiza toda cosa existente en tanto que todo cuanto aparece puede ser susceptible
de convertirse en objeto de actuación. Solo el modo de obrar que rompa con el
marco normativo puede ser sometido a punición Sin embargo ¿acontece esto en la
actividad legislativa actual? ¿Actúa el legislador bajo el mandato cuyo
principio no es otro que el del mantenimiento de ese marco, ordenado en los
términos que se han planteado hasta aquí? Veámoslo con más detenimiento.
Si se habla de actividad
legislativa en España, quien más o quien menos estará informado sobre la
tramitación de la llamada “ley de amnistía” para liberar de responsabilidad
penal a los actores condenados en el marco de ‘el procés’. En este contexto: ¿puede
otorgarse una medida de gracia solamente a quienes habrían delinquido en
actuaciones vinculadas a la voluntad de instaurar un Estado catalán segregado del
Estado español y en régimen de homonimia del primero respecto del segundo? La
pregunta encierra dos respuestas que se abordaran por orden de profundidad. En
primer lugar, nadie que haya delinquido –entendiendo esto como contravención
del imperativo categórico kantiano o de los modelos convencionales de Rousseau
o Rawls- puede quedar impune de un castigo; pues se exige una punición para no
generar un antecedente en el conjunto social que convencionalmente se ha venido
a llamar España. Este punto parece fuera de discusión si se toma la realidad de
ese modo. Sin embargo ¿es así la realidad o hay una omisión relevante que puede
obstruir la visión completa del hecho calificado como penalmente punible? Para
ello hay que ir más atrás.
En ese caso, parece haberse
tomado como realidad una idea de España en la que no puede existir oposición a
lo que ella conceptualiza. Un concepto, pues, estático e inamovible. Sin
embargo, todos convendrán en que hay independentistas en el seno de la sociedad
española. Trazando esta realidad el independentismo es un hecho social y, como
tal, en esa idea de “españolidad” no puede soslayarse una parte de su población.
Corramos ahora el velo rawlsiano y se verá que en la posición originaria es
legítimo defender por vías pacíficas la contradicción de vincularse a una u
otra posición sin ser por ello reprimido. La norma, en su caso, pretende
silenciar el hecho social “independentista” más que reconocer algo real como tal.
Por lo tanto solo cabe una solución en lo presente. Una restitución de cosas a
su origen y un restablecimiento de la realidad social española.
Está claro que la amnistía no
debería ser la vía de solución; pues como ley debe recoger un espíritu universal.
No obstante, -y admitiendo lo torticero de dicha resolución- es lo que, pragmáticamente
más se asimila en un modelo imperfecto de estructuración normativa. Mas la ley
es achicar agua ante un naufragio seguro. Se requiere de material óptimo para
dar salida a un problema constitutivo de acotación de lo real para
conceptualizar-lo en base a Derecho. Mientras tanto, la amnistía puede ofrecer
tiempo ante una necesidad de resolución que, fácticamente, no se atisba
probable: reconceptualizar España y bañarla de realidad.
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