BlogESfera. Directorio de Blogs Hispanos escritos -reflexions variades-: agosto 2011

lunes, 29 de agosto de 2011

Rodeos variados entorno a Heidegger

Aprovechando el reposo veraniego, se retomará el tema sobre el cual ya se ofreció un condensado tentempié en un artículo anterior; la filosofía de Martin Heidegger. En este caso, sin embargo, la linealidad cronológica con que se expuso antes sufrirá ciertos sobresaltos. Pues lo que se ofrecerá a continuación se aproxima más a una sucesión de pequeñas degustaciones metafísico-gastronómicas, con la finalidad de tomar contacto con ciertos sabores algo diversificados, pero con el debido cuidado de que el paladar no sufra en exceso en el paso contrastado de uno a otro.
De entrada, se comenzará sirviendo una crítica que Theodor W. Adorno realizó, en 1962, sobre la posición heideggeriana con respecto a la metafísica. En ella, se critica el “arcaísmo” de Heidegger –tildado irónicamente de summus philosophus-, la vacuidad de su prosa de resonancias líricas y, al fin, su reaccionarismo ante la tecnificación del mundo y el conservadurismo ideológico que se desprende entorno a la idealización de lo campestre. El texto que sirve a Adorno de fundamento de su crítica fue un breve artículo que Heidegger publico en un boletín local de Friburgo en 1934, titulado ¿Por qué permanecemos en la provincia?
Y ciertamente, lo que acontece a continuación –como apéndice a esta primera degustación- son las preguntas con las que se enlazará hacia el siguiente punto; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica con otra en la que se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo?
Pues según el punto de vista que aquí se ofrece, Heidegger, desde su aislamiento en Todtnauberg –un pequeño pueblo rural donde tenia situada su cabaña de meditación, en la ladera de un monte que se adentraba en plena Selva Negra-, fue capaz de proceder a una fundamental segregación con respecto a lo ente –esto es, a todo cuanto acontece- que le permitió traslucir ciertas cosas sobre aquello que la moderna historia de la filosofía sólo había sabido tomar, frívolamente, como síntomas que apuntaban en la dirección ortodoxa del positivismo científico. Nadie como él fue capaz, sin embargo, de penetrar en la esencia de lo textual sin caer en los modernos prejuicios. Y ello estaba, ineludiblemente ligado, a una necesaria separación con respecto a lo mundano.
Dicho esto, Heidegger quiso, ciertamente, fundamentar su metafísica en esta originalidad del ser[1] y, en cierta forma, recuperar algo de ello sin negar que el terreno originario ya ha huido y que es imposible retenerlo en su integridad. Sin embargo, había en toda su obra una voluntad de lograr una relación más pura con lo ente y, por ello, lo ente mismo debía comparecer fuera de la objetivación moderna[2].
¿Y donde estamos ahora con respecto a todo ello? Esta pregunta anticipa la llegada del siguiente producto de degustación -del que podremos apreciar una cierta textura sociológica entremezclada con la ya saboreada base de metafísica heideggeriana-. Pues la ciencia sociológica –en tanto que subproducto del pensamiento moderno- a apuntado a una novísima modalidad de relacionarse con lo ente. En esencia, es el más extremo re-presentar, del que ya había hablado el filósofo en el ensayo La época de la imagen del mundo. Ahora, en los tiempos contemporáneos- la imagen ha llegado a tomar tal peso que, el sujeto representante –aquel que está tras lo ente puesto en escena-, se disuelve a menudo entorno a lo que él mismo representa, hasta el punto que ello aparece ya fuera de medida. La μέτρον griega, esto es, la posición en la que cada cual sitúa lo abierto –o lo ente que se abre a su paso-, queda sustraída por la virtualidad.
Esa virtualidad se manifiesta en cada una de las acciones del hombre contemporáneo occidental –y cada vez, más, global-. El ser de las cosas pasa a perder cualquier contacto con respecto a todo apoyo –o todo escenario- en el que sustentarse para presentarse en la más pura volatilidad de lo etéreo. Esto puede verse, por ejemplo, en la propia noción de economía especulativa, enfrentada a la de economía real –un nuevo jugo que se incorpora en nuestro festín gastronómico-. Nada más ilustrativo, en los tiempos que corren que, el dinero –ya de por si una abstracción de lo material- sea tomado como una falsa materialidad y, así, a su vez, se haga abstracción de aquello que, en esencia es ya abstracto. Por otro lado, también se habla del mundo interconectado, donde las distancias desaparecen en la medida en que se disuelve la μέτρον y, así, el ser-hombre deambula errático entre un algo sin esencias.
Para poner fin a este extraño surtido gustativo, se retomarán las preguntas formuladas antes, ahora para introducir los postres; ¿existe dicho trasfondo retrógrado y tardoromántico en toda la fundamentación metafísica de Heidegger? y ¿es posible concebir y casar dicha metafísica en otra donde se haga plenamente presente lo moderno-contemporáneo? Se le ofrecerá al paladar un sorbete arquitectónico que pretenderá alumbrar la respuesta hacia estas cuestiones.
El primer sorbo irá de la mano del arquitecto anglo-australiano Glenn Murcutt y su edificio para la residencia de estudiantes del Arthur & Yvonne Boyd Art Center. Contemporáneo; de 1999 y cerca de Sydney. El edificio se alza con la sobriedad de un templo clásico. Retiene y cierra todo el orden de aquello que a su alrededor acontece. Una ladera realzada por las expresivas ventanas, que abren el mundo hacia su interioridad y, a su vez, ésta lo recoge en un cuidado casi fundamental y originario. Como en aquella ladera de Todtnauberg, el edificio, tranquilo, muestra a su(s) morador(es) aquella μέτρον que ha sido negada tantas veces por la contemporaneidad. Mantiene esta justa medida para con el todo. Asimismo, una estrecha escalera se muestra soberbia y, a su vez, contenida por la pesadez limpia de dos muros de hormigón. La cubierta metálica, ligera, como un plano ingrávido que, sin embargo, nada teme de la robustez de los muros, contrapuntándolos en peso y sombra. Su inclinación perfila el cielo y manifiesta un justo y difícil equilibrio.

Ingerido el primer sorbo, se accede ya al segundo y último. Lina Bo Bardi, arquitecta italo-brasileña y su Museo de Arte Moderno de São Paulo, finalizado en 1962. Aquí lo monumental despunta, en primer lugar, por dimensión y color. Dos enormes pórticos de hormigón, pintados en rojo, sostienen un prisma rectangular con estructura de sándwich. El espacio, sencillo y austero se alza, ya no en lo campestre, sino en lo urbano. Pero, a su vez, asume la urbanidad desde una plena perspectiva humana y local. Crea una gran plaza sombría que se ofrece como un ágora contemporánea, en una ciudad donde la incidencia de los rayos solares es intensa. Así, invita a la congregación y al encuentro ciudadano, negando, a su vez, que en la ciudad todo sea residual y neutro, y reafirmando al hombre y a todo cuanto este tiene a su alrededor.


Una vez ya todo yace en el estomago, es momento de la digestión. Los postres han ilustrado mucho acerca de la esencia del pensamiento heideggeriano y su relación con la contemporaneidad. Cierto es que el apego de Heidegger ante su entorno dio lugar a una retórica particular. Pero, asimismo, y en contra de lo apuntado por Adorno, el trasfondo supuestamente “arcaizante” es más una cuestión de estilo que no una posición metafísica en si misma. Tanto en Murcutt como en Bo Bardi se puede apreciar esa esencialidad heideggeriana. Un trato para con las cosas donde estas comparecen depuradas, en una especie de esencialidad originaria. A ello se refirió el propio Heidegger de forma más tardía con la metáfora del puente, en Construir, habitar, pensar. Ese congregar[3] y mantenimiento de la μέτρον -en tanto que orden de aquello que tiene por esencia el estar-a-la-mano-.
Así, el permanecer-en-la-provincia puede –y debe- considerarse desde el punto de vista de dicha recuperación original, más que una negación de lo técnico o de lo urbano. Murcutt muestra como aquello tan de nuestro tiempo -el hormigón y las ligeras cubiertas metálicas- pueden congregar, asimismo, al hombre en esta relación que Heidegger alumbró. Asimismo, Bo Bardi, sin negar la urbanidad, la reafirma, como lugar donde acontece esta congregación. Con toda esta digresión, sale a la luz la plena posibilidad de la vigencia del pensamiento heideggeriano. Su plena contemporaneidad. Y, sobre todo, lugares (τόπος) donde estos se manifiestan.
En tiempos de virtualidad y de a-topía, el reencuentro con lo originario tiene un tinte de sacralidad que se hecha de menos. A menudo, como un efecto catártico en una época donde la abstacción de lo abstracto se ha impuesto alejándonos de todo cuanto de realidad hay en el mundo.


[1] Véase el artículo El “ser” y la concepción del mundo.
[2] O, dicho en los términos que el propio Heidegger utiliza en Ser y Tiempo, como estar-a-la-mano del Dasein
[3] Vocablo, además, que forma parte de la terminología habitual de Heidegger.

lunes, 22 de agosto de 2011

Sobre Joseph Ratzinger –desde un agonóstico-

Si algo, ante todo, algo hay que reconocer del papa actual, Benedicto XVI, es que, más allá de ser el máximo representante del credo católico –el Pontifex Maximus-, Joseph Ratzinguer –el individuo humano- es, en primer lugar un teólogo; un señor que ha teorizado y que sabe exponer su visión con respecto a lo que puede representar Dios en los tiempos que corren. Es en este ámbito que, entorno a lo que ha expuesto el Papa en las mediáticas Jornadas Mundiales de la Juventud, se analizarán, a continuación, sus palabras y se intentará poner en relación lo que se puede extraer de su discurso desde una óptica crítica.

En primer lugar, se empezará por aquello que salió a la luz desde la misma boca de Ratzinger. Cabe mencionar que el núcleo del discurso se fundamentó sobre la más profunda de las Cruzadas que enfrenta la Iglesia en el siglo XXI. De la obsesión medieval en enderezar  a los moriscos hacia la rectitud y la ortodoxia en la fe católica, el gran mal, ahora, tiene otro nombre; el “laicismo”. Una pandemia que, desde el Vaticano, se observa como una desviación que afecta especialmente a los jóvenes –motivo fundamental, además, de la convocatoria periódica que este año ha tenido lugar en Madrid- que, desamparados, ya no saben asir la luz divina que alumbra su alma como seres-creados, sino que fluyen hacia un modo de soledad existencial. Sí, una “existencia sin horizontes, una libertad sin Dios”. Como en la metafísica de Camus o de Sartre, el hombre deambula errático en su más pura soledad. Y de este modo, confunden lo claro con lo oscuro; “lo que es bueno de lo malo, lo justo o lo injusto”.
El antídoto no puede ser edulcorado y, Ratzinger lo deja claro. Sólo “nos” saldremos de ésta con “radicalidad” evangélica. Pues frente al “relativismo”, hay que imponer “La” vara de medir. “La” única. Dios. No es fácil y exige sacrificio pero, ¿qué más sacrificado puede ser en “nuestra” Cruzada” que pueda compararse con la del mismísimo Redentor? ¿No le debemos a “Él” todo y mucho más? Parafraseando –irreverentemente- aquél panfleto que encarnó las voces satánicas del siglo XIX –el comunsimo-, se podría decir: “Jóvenes católicos del mundo, ¡uníos!”.
Y, ¿del Estado?, ¿qué decir? A nadie escapaba que Ratzinger viajaba a un lugar hostil que, desde el propio Vaticano, se veía como un país apóstata, revelador de la impiedad y enajenando a los jóvenes con respecto a Dios. El teólogo y líder espiritual del catolicismo aludió a que se había impuesto un “utilitarismo” que conducía, de algún modo, a un “totalitarismo político”. Pues el Estado toma las cosas según una estricta racionalidad donde solo vale lo material. Solo aquello que resulta productivo económicamente es incentivado. La espiritualidad y lo divino, claro está, a nada conducen bajo estos términos y, como tal, ha estado alejado del amparo que durante tantos años profesó este mismo Estado –español- hacia aquél Dios común que ha aunado a cuantos se han encontrado estos días en Madrid.

Bien, hasta aquí la transcripción, en forma sintética del mensaje teológico que el Papa ha emitido al mundo desde la capital. Ahora la crítica.
Ante todo lo que se ha alumbrado, yace una falacia que cabe destapar –siempre, cabe decirlo, desde la óptica del agnosticismo de quién escribe-. Esta falacia lo pone todo en relación y revierte tanto con respecto a lo dicho sobre el “laicismo” como también sobre el presunto “totalitarismo de estado” que se profesa en el mundo contemporáneo.
El pecado original con el que carga todo ser no-católico, presuntamente, equivale a eso que ha tomado el nombre de “relativismo”. El ser-absoluto no da lugar a dudas. Es lo que es, y punto. El ser-relativo, sin embargo, ha perdido su vara de medir. O dicho de otro modo, ésta se contrae y se dilata según aquello que interesa. Lo oscuro puede devenir luminoso; y viceversa. Todo es reversible en un modo moderno de sofística donde el bien supremo es el propio interés.
Sin embargo, si bien el argumento puede tener ciertos tintes de verosimilitud, la realidad dista mucho de lo que Ratzinger –hábilmente- presenta ante nosotros. Y aquí cabe destapar la falacia. El hecho yace en la ecuación que lo arrastra todo. El ser-absoluto no implica solamente al ser-católico y, asimismo, el ser-no-católico no es equivalente al ser-relativo. Pues el ser-no-católico no va ligado ineludiblemente a la negación de todo sistema de valores per se, sino más bien, a la negación de “Un” sistema dado a priori.
Así, la libertad de aquellos que se saben “creados libres, a imagen de Dios” no puede ser otra que la no-libertad de aquellos que toman prestado un sistema de valores, en ausencia de lo que ellos mismos no son capaces de dictaminar. ¿Quiere decir esto que todo vale? No. El librepensador; aquél que sabe sustraer su propia moral –sin adoctrinamientos ni préstamos- es aquel que se reconoce como uno entre los demás. Él, sí, indudablemente; sujeto y sostén de un mundo. Y sin embargo, en ningún caso “relativista”. Pues confundir al relativista con el hipòcrita o el neosofista es mantener la falacia que fundamenta el pensamiento del teólogo Ratzinger. Nadie, por muy ateo, debe negar que lo que es oscuro para aquél también debe serlo para el de más allá.
Es evidente que no todo vale y, asimismo, eso no va ligado ineludiblemente al absolutismo de un individualismo que solo piensa en él. Ahora, siempre será él, y no otro, quien que genera valores. Al fin y al cabo, hasta el propio Ratzinger interpreta el sistema de valores ya dado para ofrecerlo como absoluto al credo católico. Cada uno lo tomará o lo rechazará. Pero siempre y ineludiblemente, cada uno.

domingo, 14 de agosto de 2011

Heridas que aún supuran

«En la primavera, el ánade salvaje vuelve a su tierra para las nupcias. Nada ni nadie lo podrá detener. Si le cortan las alas, irá a nado. Si le cortan las patas, se impulsará con su pico, como un remo en la corriente. Ese viaje es su razón de ser... En el otoño de mi vida, yo debería ser escéptico. Y en cierto modo lo soy. El lobo nunca dormirá en la cama con el cordero. Pero de algo estoy seguro: si conseguimos que una generación, una sola generación crezca libre en España... ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad.»

Con la voz y la interpretación del eterno Fernando-Fernán Gómez, Don Gregorio, el “Maestro” de la película La lengua de las mariposas, realizaba esta magnífica alabanza de la libertad y clamaba ante una audiencia –cierto es- relativamente pequeña, a no dejar pasar la oportunidad que se avecinaba. Una sola. Tan solo una generación. De ella dependía hacer crecer unas alas que ya nunca más podrían ser amputadas. Pues la libertad habría prendido en las más profundas entrañas de éstos nuevos españoles de un modo indeleble.
Todos sabemos lo que vino a continuación. Que el lobo se comió al cordero. La oportunidad que presentaba Don Gregorio se echó por la borda y, este país, se condenó irremisiblemente a una profunda involución –en todos los sentidos- y, sobre todo, al insoportable dolor de una herida que yace latente todavía y que, quienes la profesaron –los verdugos- han vivido sin ningún tipo de reprobación, ni con el mínimo síntoma de arrepentimiento. El máximo grado del absurdo se manifiesta en el peso que todavía ejercen los poderes fácticos que controlaron la “Una Grande y Libre”. Pues el condenado, contra sentido común, no es el verdugo sino aquél que ha pretendido investigar sobre la criminalidad de este. Así funciona este país. Sujeto a un supuesto y falaz pacto de silencio rehabilitador, que no ha hecho más que provocar más supuración a una herida transgeneracional.

Sobre lo que podría haber sido –y no fue-, nadie podrá llegar a saberlo nunca en profundidad. Ciertamente, el desarrollo de la guerra dió muchas pistas del porqué todo finalizó con el triunfo de los “alzados” y la problemática que debilitó a la esencia misma del movimiento republicano. George Orwell, antes que un popular novelista fue combatiente de las milicias antifascistas en el Frente de Aragón, donde estuvo a punto de perder la vida tras un disparo. La minusvalía lo forzó a retirarse a Barcelona, donde su lúcida inteligencia fue capaz de alumbrar muchas de las vicisitudes que acontecían en la capital catalana de aquel 1937.
La verdad de las cosas es que el ideal republicano quedó atomizado en luchas fraticidas que no supieron coordinarse para poder sostener lo fundamental; poner freno al avance del fascismo. Como manifestava el propio Orwell, Barcelona tiene el mérito de haber sido la única ciudad donde se desarrolló una verdadera revolución anarcosindicalista y donde se puso en práctica una severa colectivización. Sin embargo –y parafraseando al propio Orwell-, “la primera impresión es que España sufría una plaga de iniciales”: PSUC, POUM, FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT. En todo ello no había más que descoordinacion y un profundo desacuerdo de cada una de lo que estas siglas representaba con respecto a las otras. Y, para más agravio, parecía que lo que tenían en común era la desconfianza hacia el Ejercito Popular -esto es, aquél legítimamente reconocido como propio por el Gobierno Republicano- más que la voluntad de contener a los sublevados.
Entre tanto, la metástasis del fascismo parecía inevitable. Día tras día, semana tras semana y mes tras mes, los militares “alzados” ganaban terreno hasta la culminación de la muerte del paciente republicano. El debate entre el fin por el cual se luchaba –si por una democracia social-liberal o por una revolución anarcosindicalista- acabó sin embargo con la presunta camaradería que debería haber sido el fundamento de un conjunto de personas que hubieran subscrito, plenamente, cada uno de los puntos de la Francia revolucionaria del XVIII: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sólo cabe leer algunos versos de aquellas canciones que sirvieron de referente entre diversos de ellos –y que tanta urticaria siguen produciendo, aún, entre los sectores más conservadores de la sociedad- para ver que lo que les unía era mucho más que lo que les separaba. Porque, al fin y al cabo, comunistas, socialistas, trotskistas y todas las denominaciones fraccionarias de la izquierda tenían un mismo suelo en el que caminar. Nadie de ellos negarían aquello de “Basta ya de tutela odiosa / que la igualdad ley ha de ser. / No más deberes sin derechos / ningún derecho sin deber[1]. Asimismo, era evidente, a ojos de todos, que: “El bien más preciado es la libertad. / Hay que defenderla con fe y valor” [2].
Al fin y al cabo, lo que en estas palabras se contiene no es belicismo – esto es, no son “canciones de guerra”-, sino beligerancia ante un mundo injusto. En ellas emana un aroma límpido de fe en un hombre, igual y distinto, y el alejamiento ante todo adoctrinamiento ciego (que luego cierta izquierda fuera igual de doctrinaria que el propio fascismo es otro tema).

Sin duda, -como todo lector habrá podido apreciar- este artículo no es imparcial. Pero por otro lado, desde el punto de vista aquí tomado, dicha posición acontece como inevitable. Que en la guerra se cometieron cientos y miles de atrocidades es cierto. Sin embargo –y evitando cualquier mitificación histórica- la oportunidad perdida y la herida abierta en este país sigue arrastrándose como la mayor losa de la historia reciente de España y, sobre nuestras propias espaldas aún podemos sentir su peso.
Por desgracia, lo que se cocía en aquel entonces tomó a la sociedad todavía excesivamente verde –y no “roja”- como para poder desarrollar muchas de las propuestas políticas y civiles que se pusieron sobre la mesa. Pues, ¿que hubiera pasado, por ejemplo, si hubiese prosperado el Estatut d’Autonomia que la Generalitat de Macià propuso en 1933? ¿Hacia dónde hubiese caminado este país –entiéndase España y todas las naciones que ella comprende- si, como contenía dicho Estatut, se hubiese fijado por ley la prohibición de la usura, la igualdad civil de los cónyuges, la enseñanza pública obligatoria gratuïta y laica –cuyos valores ideales eran “el trabajo, la libertad, la justicia social y la solidaridad humana”- y la obligatoriedad de la administración pública de dotar de asistencia social a los más desvalidos? El peso, sin embargo de toda la escoria que ostentaba el poder (en gran medida, los caciques, el clero y los militares) produjeron el colapso de un organismo naciente que apuntaba a que podía llegar a ser el Estado democrático y social más avanzado de Europa. Desgraciadamente, no pudo ser.

Por otro lado, tras la tabula rasa efectuada entre 1975 i 1978, si miramos la historia reciente de España, se podíra decir que las preocupaciones han tomado otros cauces. Pues si Orwell encontraba empalagoso aquel mar de siglas que inundaba el país en los años de la Guerra Civil, las cabeceras de los diarios, en los últimos treinta años han repetido unas hasta la saciedad; las de ETA. En la más reciente contemporaneidad –ahora mismo-, todo subyace bajo una voraz crisis económica-inmobiliaria, mientras el terrorismo etarra parece disolverse. Sí, parece que, al fin, la memoria siempre se disuelve y la gente olvida. Pero la herida sigue supurando.
El nudo generacional se arrastra y queda enquistado ya, en unas entrañas cada vez más profundas y, sin embargo, ahí yace; como dormido, pero latente. En cierto momento alguna cosa empieza a agitarse y reaparece el fantasma de lo que pudo haber sido y no fue; de las víctimas y los verdugos; de la purgación ideológica. Para los jóvenes son cuentos de nuestros abuelos. Muchos de ellos sin embargo yacen, todavía, inidentificados, bajo tierras yermas y anónimas. Memoria perdida. Olvido. Heridas latentes y heridas que se heredan.


[1] Versos de la traducción más extendida del himno comunista-socialista La Internacional al castellano.
[2] Versos, asimismo, de el himno anarcosindicalista A las barricadas.

sábado, 13 de agosto de 2011

El “ser” y la concepción del mundo

Este artículo retomará una cuestión subyacente en diversos de los temas hasta ahora expuestos –y en estrecha relación, también, con lo tocante al arte-. El camino que se propone, de entrada, puede generar ciertos temores. Pues el tema no será otro que aquello que todo y cada uno da ya por supuesto en cada palabra y en todo en cuanto acontece. Un asunto obviado y trivializado; por lo tanto innecesario para el habla, por el hecho de ser inherente a ella. Pues todo, inevitablemente, debe ser; y podrá ser aquello o lo otro, más claro u obscuro, pero en todo caso, siempre ser.
Para poder desbrozar algo de la senda que nos puede permitir alumbrar algo sobre aquello que el ser esconde se seguirá el trazado que abrió, en su momento, Martin Heidegger. De hecho, parece impensable poder hacerlo de otro modo, pues fue el filósofo alemán quién puso sobre la mesa, por primera vez la cuestión del “ser en cuanto a ser”. Y pese a que la primera –y más celebre- tentativa para abordar el asunto fue su opera magna, Sein und Zeit (Ser y Tiempo), aquí se tomará una reflexión más compacta y, asimismo, completa: el ensayo que lleva por título –y que se puede encontrar en castellano en el libro Caminos del Bosque (Alianza, 2005)- La época de la imagen del mundo.
Siguiendo la línea propia de exposición y alterando el orden en que se expuso la cuestión por el mismo filósofo, cabe preguntar, en primer lugar por el origen; esto es, el origen de lo originario ¿Dónde y que forma tomaba el ser en su comienzo? Heidegger sitúa el inicio de la metafísica en Grecia.[1] La metafísica, precisamente, se inició preguntándose por el ser en la medida en que ello se presentaba como lo subyacente de todo cuanto acontecía (esto es, la αρκε de la φύσις). Este ser debía ser entendido como el cuidado de aquello que sale a la luz. Lo alumbrado, de este modo pasaba a ser en el uso o en el trato de lo que era en tanto aquello que era (y en ningún caso sustrayendolo hacia un plano tematizante). El ser de la cosa acontecia en la pura inmanencia. Un cuenco era, por ejemplo, en tanto que contenia el trigo de la cosecha. Dicho ser, dependia, asimismo, del cuidado de aquel des-cubridor que lo sustraia del estado previo del no-ser (o de cubrimiento). Así, la verdad del ser, en Grecia era ἀλήθεια; término que podría traducirse como “aquello que no está en la oscuridad” y, por lo tanto, que ha sido sustraido de este estado, saliendo a nuestro encuentro y yaciendo bajo nuestro amparo.
Sin embargo, el propio surgimiento del misterio griego (el advenimiento de la metafísica o la pregunta por el ser mismo) condenaba, en cierto modo, a una transposicion de éste. Y ello comenzó, ya, con Platón, donde aconteció la primera tentativa de sustraer el ser a un plano distinto del de las cosas mismas. El camino estaba determinado. El ser fue progresivamente asentandose sobre el enunciado (aquel artificio en conexión con la cosa pero que, sin embargo, nada tenia ya de la naturaleza de esta última). Así, la inminencia del ser fue trasladada a un plano trascendente. O dicho de otro modo, lo que determinaba el ser de la cosa ya no residía en ella misma sinó sobre “Un” ente ajeno, que no era otro que el mismo Dios. La metafísica medieval se asentaba sobre esta concepción intermedia del ser –entre Grecia y la Modernidad-, donde la cosa dependia directamente de un “ser absoluto” que le concedia su licencia de ente. Así, la cosa pasaba a entenderse como ens creatum.
El giro definitivo hacia nuestra concepción del ser, sin embargo, tuvo lugar con la duda metódica cartesiana y su resultado. El ego cogito ergo sum apuntó lo que sería la nueva -y definitiva- naturaleza de la verdad del ser: la certeza. Pues que algo sea cierto requiere claridad y distinción. Ante la posibilidad cartesiana de que el mundo se desmoronara, apareció algo para agarrarse y sobre lo cual, hasta ahora, hemos sostenido la condición de lo que debe ser de lo que no. Se trata de la previsibilidad o matematización de cuanto acontece –o es-. Es en estos términos que aparece la noción de sujeto moderno.
Y es en este punto donde Heidegger alerta del peligro de confundir subjetivismo con individualismo. Que la modernidad se base en el subjetivismo significa que se ha establecido la certeza como aquel y único terreno sobre el cual el hombre moderno ha edificado todo cuanto es posible. Por ilustrarlo de algún modo, nosotros, hemos establecido la ciencia (y la previsibilidad como hecho inherente a ella misma) como un escenario común. Un suelo sobre el que solo puede sostenerse y comparecer aquello que cumple con esta razón dada. Este suelo, pues, es aquello que en todo momento subyace (o que yace bajo todo cuanto es), esto es, el subiectum -o sujeto-.
Aquello cuanto comparece es, pues, el objeto; lo representado sobre el escenario-sujeto. Y esta dicotomía es el fundamento del ser moderno. El sujeto se encuentra, inevitablemente, separado del objeto (lo re-presentado) y, a la vez, fundamenta su esencia en él. Y viceversa. Algo así como en esa imagen bergmaniana del filme Persona en que aparece un niño tras una pantalla, palpando la imagen y ligado a ella; deseando traspasarla y pertenecer a ella. Pero sin embargo, condenado a estar siempre al otro lado de lo representado.
Insiste Heidegger que este es nuestro ser moderno y, en estos términos, define nuestros tiempos como la época de la imagen moderna (adjetivo, este último, que va ya implícitamente ligado a la naturaleza del sustantivo). Sobre este terreno compartido del subjetivismo es donde comparece la antropología y el humanismo. El reto, sin embargo, es asumir plenamente lo que implica nuestra época. Y sin embargo, parece que hemos puesto más énfasis en hacer, de algún modo, un fetichismo de lo ilimitado de este escenario común[2] que no en intentar desvelar lo sombrío de cuanto acontece. Pues, en el fondo, el conocimiento de nuestra época –y su plena asunción- implica el conocimiento de la historicidad del ser. Y saber, asimismo, sustraerse de todo ello, tomando distancia y así, poder precisar la posición que ocupamos. Entretanto –y más de 70 años después de que Heidegger pusiera el tema sobre la mesa- el hombre moderno continua en la negativa de aquello que se encuentra bajo el primer plano de luz.


[1] Dos acotaciones son necesarias en este punto inicial. La primera, que por metafísica se entiende aquí la pregunta respecto a la esencia del ser. La segunda es que la referencia a “Grecia”, a lo largo de la exposición debe ser entendida siempre como un lapso temporal-histórico del hombre occidental y, en ningún caso, como un lugar físico y menos aún como un Estado, en los términos contemporáneos.
[2] Entendiendo por ello la excitación irracional que el hombre siente ante el inabarcable abismo de los avances técnicos o de los descubrimientos científicos, que revelan en él un modo particular de ensimismamiento y de velar su propia historicidad y sus raíces.

martes, 2 de agosto de 2011

¿La Acrópolis en venta? ¡Todo en venta!

La grave situación de insostenibilidad económica en la que vive inmerso el estado griego ha puesto sobre la mesa, estos últimos días, hipótesis realmente estremecedoras e impensables casi bajo cualquier circunstancia. El pasado mes de marzo, la revista británica The Economist, en un artículo titulado "Sell, sell, sell" ponía de relieve la severidad de las exigencias que los ministros de finanzas del Eurogrupo proyectaban sobre Grecia y, para exaltar ya de entrada al lector, se tomaba prestada una cabecilla del tabloide alemán Bild que profesaba: "Vendan sus islas, sus insolventes bancos griegos y, ¡también la Acrópolis!"
Sin embargo, lo que a priori parecía hiperbólico o mera retórica sensacionalista ha empezado a emprender cauces de realidad. Pues parece que el guante lo han tomado ya otras publicaciones. Sin ir más lejos, el pasado domingo 24 de julio el suplemento dominical interno de El Periódico hacia un extensivo estudio sobre la viabilidad de dicha venta, las consecuencias y, en definitiva, todas las preguntas inmediatas que a uno le surgen ante lo que supondría la privatización del mayor bien artístico del estado griego.

Pues hecho este pequeño prefacio, será mejor abandonar lo prosaico de la cuestión planteada para, en una posterior etapa, poder abordarlo con más y mejores herramientas de las que ahora disponemos. Este abandono requiere una propedéutica de cierta ambientación poética para adentrarnos en aquel territorio huidizo del que queremos tratar. Y nada mejor que recordar un fragmento del Hyperion de Hölderlin, que reza: «"¡Oh Partenón", exclamé, "orgullo del mundo! A tus pies yace el reino de Neptuno como un león domado, y son como niños los otros templos agrupados a tu alrededor, el agora elocuente y el bosque de Acadamo…" "¿Es posible que consigas trasladarte de tal forma a las épocas antiguas?", me dijo Diótima. "No me recuerdes aquellas épocas", respondí; "había una vida divina y el hombre era entonces el centro de la naturaleza. La primavera, cuando florecía en torno a Atenas, era como una flor modesta en el seno de una doncella; el sol se levantaba rojo de pudor sobre los esplendores de la tierra."»[1].
Efectivamente, nada hubo como el templo majestuosamente perfecto que coronaba y reinaba la alta ciudad de los dioses y que imponía la presencia de la divinidad con una extremada inmanencia sobre el todo -y que el cristianismo no pudo, o no supo, aceptar-. Aquella presencia desbrozaba un mundo sobre el cual nos hemos construido metafísicamente a lo largo de más de dos milenios y a quien le debemos tanto como nuestro propio ser actual.
Y la ruina apela precisamente a aquello que fuimos -y que ya no está-. A aquellas épocas donde había, efectivamente, una "vida divina". Heidegger, tomando el camino iniciado por Hölderlin, supo captar esa espacialidad particular donde los dioses remitieron. Pues cabe recordar que espaciar es -o fue- "libre donación de lugares en los que aparece un dios". A su vez, también: "de los lugares en los que los dioses han huido, lugares en que largamente se demora el aparecer de lo divino"[2]. Sin embargo, esta demora no implica perdida, sino remisión. Pues en el fondo, en estas palabras, se deduce que los dioses sencillamente se encuentran a la espera de volver a tomarnos de la mano. Entretanto, aquella angustia existencial del vacío corroería metafísicamente nuestra alma desamparada.
Pero sin embargo, la esperanza heideggeriana se desvanece. El hombre moderno ha dado su golpe definitivo hacia la destrucción de todo lo divino, cubriéndose de un portentoso armazón reticular que retiene cualquier tentativa de reprender lo que en su momento huyó -preludiando el amparo de un Dios transcendente del que ya ni siquiera podemos esperar gran cosa; pues como vociferó Nietzsche, ya hace tiempo que murió -.
El hombre moderno, pues, apostó por un particular modo de cosmovisión, que lo inducía, sin darse cuenta, a la negación de su propio ser. Ese momento fatídico coincidió, justamente, con el instante en el que el dinero compareció como pura magnitud de medición del valor de todo cuanto aparece y acontece. Y esto no debe entenderse como un eco romántico que postula una revalorización de la cosa en si misma. Simplemente se trata de una descripción fáctica. Pues el que escribe, como todo lector, se encuentra inevitablemente sujeto al estricto dominio de esta fuerza que ha extendido sus tentáculos sobre todo lo real.
Efectivamente, la pura expresión del valor yace en el dinero. Y es ahí donde confluye un acuerdo social -por llamarlo de un modo más contemporáneo-. Metafísicamente hablando, se diría que el dinero es aquella tierra común sobre la cual todos caminamos. Ciertamente, aparecerá aquél que insinuara sobre la imposibilidad de comprar ciertas cosas. Mentira. El valor emocional es un concepto puramente subjetivo. Sin embargo la objetividad -aquella externalidad aceptada por todos- impone un precio a todo. O dicho en otros términos, todo es absolutamente mercantilizable; esto es, objeto de tasación y permutabilidad.

Y con la exploración realizada ya nos vemos capacitados para retomar nuevamente el tema inicial; ¿Se puede comprar la Acrópolis? Pues el solo hecho de poder formular la pregunta lleva implícita la respuesta. Sí. Si alguien tiene verdadero interés en conocer los pormenores de la operación, en términos de rendimiento económico y demás, le remito a leer el suplemento anteriormente mencionado de El Periódico. Pero, como se ha podido observar, la línea explorativa que ha tomado este artículo pretende apoyarse en terrenos anteriores.
Que nadie se escandalice, pues, cuando oiga hablar de estos temas. Y si algún día alguien nos pone precio, no podremos objetar nada, más allá de sentir la suplantación acontecida -dioses por dinero- y lamentarse por ello. Ciertamente, como en aquél Hyperion de Hölderlin que rememora con melancolía los tiempos pretéritos, el recuerdo de lo que fue es lo único que nos queda. Quizá la esperanza, si existe, pueda subyacer en nuestra propia interioridad. Quizá cada uno de nosotros sepamos ofrecer libación a nuestras divinidades y, en ello yace el rayo de esperanza que lanzaba Heidegger. Pues "el aparecer de lo divino" puede demorarse largamente pero, sin embargo, aparecer, súbitamente, en un momento inesperado, extendiendo su propia espacialidad.


[1] De la obra Hyperion oder Der Eremit in Griechenland (Hyperion o el eremita de Grecia, 1897) de Friedrich Hölderlin
[2] Del artículo Die Kunst und der Raum (El arte y el espacio, 1969) de Martin Heidegger