A fecha de hoy, el largo y
tedioso recuento de los votos de las pasadas elecciones presidenciales
estadounidenses puede darse ya por concluido. Faltando por contabilizar unas
pocas papeletas postales, se puede proclamar que Donald Trump ha sido el
candidato que, a tenor del apoyo conseguir mediante sufragio popular, hubiese
logrado una estancia de cuatro años más en la Casa Blanca; pues del resultado
obtenido se desprende que, en todas las elecciones presidenciales anteriores
hubiese logrado una holgada victoria. Los datos son, en este sentido, claros y
contundentes. Trump no solo ha incrementado su apoyo electoral en 10 millones
de votos sino que hubiese vencido, sin rasgarse las vestiduras, al mismo fenómeno Obama, quien en 2008 logró
alcanzar la presidencia con casi 65,5 millones de votantes. Trump ha obtenido
la friolera de casi 73 millones.
Aquí, lo de menos, es que, en efecto,
perdió las elecciones. Nadie debe olvidar, sin embargo, que eso fue así,
precisamente, porque el entusiasmo que ha despertado el insolente Presidente
(y, dígase ‘insolente’ por decir uno de tantos adjetivos que a uno se le ocurre
para definir al susodicho) había que apaciguar esa idolatría hacia su
personalidad. Era necesaria una contraofensiva al trumpismo. El bondadoso, pero
poco carismático Joe Biden ha sido el beneficiario. No por sus méritos, sino
sencillamente por ser su alternativa.
Mucho se ha dicho ya entorno al
tema. Que, en efecto, no es una cuestión de demócratas o republicanos. Que la
ideología pasa, prácticamente, a segundo plano. Sencillamente, que había que
aplicar quimioterapia ante un cáncer, con riesgo agudo de metástasis, que
amenazaba al –todavía- Estado más poderoso del mundo. En este sentido, para
ilustrar un poco la cuestión se hará un elegíaco paralelismo; un cáncer
–literal- se llevó al convicto republicano John McCain en 2018. El dignísimo
McCain fue un activista del antiturmpismo, un luchador contra los tumores malignos.
El primero –el suyo propio- no lo venció, pero se puede decir que el recuerdo
de su elegancia y su altura de miras en la política, seguro que contribuyó a contener
al segundo.
En efecto, el verbo debe ser ese:
‘contener’. El incendio metafórico y literal que creó ese monstruo sigue muy
activo. El trumpismo, lejos de morir, ha hecho de la primera democracia moderna
del mundo un lugar donde los disturbios se suceden, las mentiras (‘fake news’) se divulgan a modo de dogmas
de fe, los modales y la educación se vuelven insultos, difamaciones y calumnias;
y así, un largo etcétera.
Mientras esto sucede, desde
Europa la gran mayoría se pregunta ¿cómo logró ese ególatra e inoperante sujeto
ser Presidente de los Estados Unidos? A la pregunta debería añadirse el factor
clave Y –exceptuando el vencedor de los comicios- ¿cómo pudo perderla con el
mayor apoyo popular de la historia? Pues Trump, en efecto, perdió las
elecciones, pero el trumpismo venció. Venció porque ahora los Estados Unidos
están más divididos. Porque se ha abierto una terrible caja de pandora de
consecuencias indeterminables; esto es, la impunidad, el ‘todo vale’. Porque,
ciertamente, la institución de la Presidencia de los Estados Unidos ha podido resultar
más o menos afín, pero si algo ha habido en ella ha sido pulcritud y decencia.
Con el trumpismo se ha abierto un
nuevo período. Esa aureola reverencial con la que se proyectaba, tiempo atrás,
la idea de lo que representaba el Despacho Oval ha quedado mancillada. Ya no
por convertirse en uno de esos desaguisados platós televisivos que tanto había
frecuentado su morador para estampar una firma que validaba un perverso
decreto. Sencillamente porque su sola presencia lo ha pervertido. Perversión es
misoginia, xenofobia, supremacismo. Perversión es, en último termino, la
normalización de la misantropía. Porque alguien que pueda proyectar tanto odio,
diseminándolo en forma de mentira, no puede ser más que alguien que sea incapaz
de quererse nada más que a sí mismo.
Y, en ese modo de egolatría
colectiva, nace un nuevo modo de pensar. Un pensamiento apolítico y visceral.
Una especie de preconización del ‘sálvese quien pueda que vienen los otros’ bajo el lema del ‘Make America great again’.
* * *
Para terminar, sería injusto
decir que los Estados Unidos han votado masivamente a Trump sin añadir algo más.
En el presente texto se ha hablado de la división como efecto directo del
trumpismo. Una de las divisiones más acuciantes en el país es la que separa las
zonas rurales de las urbanas; pues mientras las primeras han sido el gran caldo
de cultivo del trumpismo, las segundas han sido los bastiones de la resistencia
hacia él. Que quede clara una cosa, que nadie se confunda, esto no es una
cuestión de malos y buenos ni de ‘urbanizar’ lo rural. Es un alegato a la
diversidad e, incluso, al conflicto constructivo.
La demografía muestra como en la
ciudad -no exenta de sus atávicos problemas- la diversidad cultural genera
riqueza social, teje compromisos colectivos y produce sistemas de ayudas
cruzadas. En efecto, no hay un paradigma de lo urbano como sí lo hay de lo
rural (véase, en este sentido, la película ‘American
Beauty’ como ejemplo de ese patrón de sociedad al que se hace referencia).
Para evitar más quimioterapias –que siempre son agresivas y generan molestos efectos
adversos-, quizá haya que ‘humanizar’ esas zonas no urbanas. Romper ese cliché
de homogeneidad sería el primer paso para derrotar esta lacra donde el maldito trumpismo ha logrado arraigarse. Sin adoctrinamiento. Sencillamente
diversificando. Quizá esa sea una buena forma de empezar a hacer política de
nuevo.
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