Permítanme hacer un paralelismo.
Salvando toda la distancia del mundo entorno a una y otra situación, a algo muy
familiar me recordó ayer la imagen de Rudy Giuliani cuando sudaba el tinte de
su pelo en defensa de lo indefendible. Algo huye ya en su representado. Algo
que ya se le escapa para siempre y que se eleva, de ese modo, en la forma de un
ideal; esto es, el ocupar el asiento presidencial del Despacho Oval de la Casa
Blanca por los años de los años.
Demasiado se asemeja esa imagen al momento en que Dirk Bogarde, puesto en la piel de Gustav von Aschenbach agoniza en una playa del Lido veneciano, alcanzando, así, el que quizá sea el paroxismo del momento más patético jamás representado en la Historia del Cine. En efecto, se trata de ‘Muerte en Venecia’ de Luchino Visconti que, a su vez, pone tras el celuloide una adaptación de la célebre novela de Thomas Mann.
Entre el mucho y el poco,
encontraremos su similitud. En el ‘poco’, es evidente que Von Aschenbach es él
mismo quien se funde bajo el tórrido sol veneciano y entre esos giros musicales
postrománticos de la Quinta de Mahler que acentúan todo el patetismo del
instante. Giuliani es, en cambio, un mero representante de quien padece ese
agónico instante. Además Von Aschenbach fue excelso en lo suyo como nada lo fue
ese representado del ex alcalde neoyorquino.
Sin embargo, en el costado del ‘mucho’, la languidez decadente que emanan de esos chorretones de tinta representan quien todo lo fue y quien ya nada es ni será. Quien su momento de gloria ya pasó para siempre y quien, además, queda aquejado por haber contraído un letal virus –dígase cólera o coronavirus- que terminan llevándolo, inevitablemente, a la muerte –sea esta física o política-.
Y es que esa noción de la
sempiterna presencia del ideal yace en ambos casos con toda la intensidad
posible. En uno, en la forma de un sillón que escenifica el poder. En el otro,
en la posesión de la pueril belleza. Von Aschenbach, en efecto, lo fue todo en
la creación de lo bello del mismo modo como ese representado de Giuliani también
lo fue en el poder y en la ostentación del mismo. Ciertamente, puede parecer
hasta ofensiva la comparación por aquello de equiparar la más tosca forma del
proceder humano enfrentada a la pulcritud de su excelsitud. Pido perdón, de
antemano, si alguien puede creer inoportuno el hecho de contraponer esas dos
situaciones.
No obstante, toda la fuerza
visual del momento me remite a ese punto en el que ambas imágenes se funden en
una de sola. La analogía de ese momento ficticio parece cobrar, dentro de mi
mente, cierta realidad poética cuando comparece Rudy Giuliani en esas
circunstancias. Solo le falto caer del atril para culminar la escena perfecta
que lo elevaría a la eternidad. Una eternidad, todo sea dicho, donde lo mórbido
se encumbra y la vida se retrotrae, ya, para siempre.
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