La grave situación de insostenibilidad económica en la que vive inmerso el estado griego ha puesto sobre la mesa, estos últimos días, hipótesis realmente estremecedoras e impensables casi bajo cualquier circunstancia. El pasado mes de marzo, la revista británica The Economist, en un artículo titulado "Sell, sell, sell" ponía de relieve la severidad de las exigencias que los ministros de finanzas del Eurogrupo proyectaban sobre Grecia y, para exaltar ya de entrada al lector, se tomaba prestada una cabecilla del tabloide alemán Bild que profesaba: "Vendan sus islas, sus insolventes bancos griegos y, ¡también la Acrópolis!"
Sin embargo, lo que a priori parecía hiperbólico o mera retórica sensacionalista ha empezado a emprender cauces de realidad. Pues parece que el guante lo han tomado ya otras publicaciones. Sin ir más lejos, el pasado domingo 24 de julio el suplemento dominical interno de El Periódico hacia un extensivo estudio sobre la viabilidad de dicha venta, las consecuencias y, en definitiva, todas las preguntas inmediatas que a uno le surgen ante lo que supondría la privatización del mayor bien artístico del estado griego.
Pues hecho este pequeño prefacio, será mejor abandonar lo prosaico de la cuestión planteada para, en una posterior etapa, poder abordarlo con más y mejores herramientas de las que ahora disponemos. Este abandono requiere una propedéutica de cierta ambientación poética para adentrarnos en aquel territorio huidizo del que queremos tratar. Y nada mejor que recordar un fragmento del Hyperion de Hölderlin, que reza: «"¡Oh Partenón", exclamé, "orgullo del mundo! A tus pies yace el reino de Neptuno como un león domado, y son como niños los otros templos agrupados a tu alrededor, el agora elocuente y el bosque de Acadamo…" "¿Es posible que consigas trasladarte de tal forma a las épocas antiguas?", me dijo Diótima. "No me recuerdes aquellas épocas", respondí; "había una vida divina y el hombre era entonces el centro de la naturaleza. La primavera, cuando florecía en torno a Atenas, era como una flor modesta en el seno de una doncella; el sol se levantaba rojo de pudor sobre los esplendores de la tierra."»[1].
Efectivamente, nada hubo como el templo majestuosamente perfecto que coronaba y reinaba la alta ciudad de los dioses y que imponía la presencia de la divinidad con una extremada inmanencia sobre el todo -y que el cristianismo no pudo, o no supo, aceptar-. Aquella presencia desbrozaba un mundo sobre el cual nos hemos construido metafísicamente a lo largo de más de dos milenios y a quien le debemos tanto como nuestro propio ser actual.
Y la ruina apela precisamente a aquello que fuimos -y que ya no está-. A aquellas épocas donde había, efectivamente, una "vida divina". Heidegger, tomando el camino iniciado por Hölderlin, supo captar esa espacialidad particular donde los dioses remitieron. Pues cabe recordar que espaciar es -o fue- "libre donación de lugares en los que aparece un dios". A su vez, también: "de los lugares en los que los dioses han huido, lugares en que largamente se demora el aparecer de lo divino"[2]. Sin embargo, esta demora no implica perdida, sino remisión. Pues en el fondo, en estas palabras, se deduce que los dioses sencillamente se encuentran a la espera de volver a tomarnos de la mano. Entretanto, aquella angustia existencial del vacío corroería metafísicamente nuestra alma desamparada.
Pero sin embargo, la esperanza heideggeriana se desvanece. El hombre moderno ha dado su golpe definitivo hacia la destrucción de todo lo divino, cubriéndose de un portentoso armazón reticular que retiene cualquier tentativa de reprender lo que en su momento huyó -preludiando el amparo de un Dios transcendente del que ya ni siquiera podemos esperar gran cosa; pues como vociferó Nietzsche, ya hace tiempo que murió -.
El hombre moderno, pues, apostó por un particular modo de cosmovisión, que lo inducía, sin darse cuenta, a la negación de su propio ser. Ese momento fatídico coincidió, justamente, con el instante en el que el dinero compareció como pura magnitud de medición del valor de todo cuanto aparece y acontece. Y esto no debe entenderse como un eco romántico que postula una revalorización de la cosa en si misma. Simplemente se trata de una descripción fáctica. Pues el que escribe, como todo lector, se encuentra inevitablemente sujeto al estricto dominio de esta fuerza que ha extendido sus tentáculos sobre todo lo real.
Efectivamente, la pura expresión del valor yace en el dinero. Y es ahí donde confluye un acuerdo social -por llamarlo de un modo más contemporáneo-. Metafísicamente hablando, se diría que el dinero es aquella tierra común sobre la cual todos caminamos. Ciertamente, aparecerá aquél que insinuara sobre la imposibilidad de comprar ciertas cosas. Mentira. El valor emocional es un concepto puramente subjetivo. Sin embargo la objetividad -aquella externalidad aceptada por todos- impone un precio a todo. O dicho en otros términos, todo es absolutamente mercantilizable; esto es, objeto de tasación y permutabilidad.
Y con la exploración realizada ya nos vemos capacitados para retomar nuevamente el tema inicial; ¿Se puede comprar la Acrópolis? Pues el solo hecho de poder formular la pregunta lleva implícita la respuesta. Sí. Si alguien tiene verdadero interés en conocer los pormenores de la operación, en términos de rendimiento económico y demás, le remito a leer el suplemento anteriormente mencionado de El Periódico. Pero, como se ha podido observar, la línea explorativa que ha tomado este artículo pretende apoyarse en terrenos anteriores.
Que nadie se escandalice, pues, cuando oiga hablar de estos temas. Y si algún día alguien nos pone precio, no podremos objetar nada, más allá de sentir la suplantación acontecida -dioses por dinero- y lamentarse por ello. Ciertamente, como en aquél Hyperion de Hölderlin que rememora con melancolía los tiempos pretéritos, el recuerdo de lo que fue es lo único que nos queda. Quizá la esperanza, si existe, pueda subyacer en nuestra propia interioridad. Quizá cada uno de nosotros sepamos ofrecer libación a nuestras divinidades y, en ello yace el rayo de esperanza que lanzaba Heidegger. Pues "el aparecer de lo divino" puede demorarse largamente pero, sin embargo, aparecer, súbitamente, en un momento inesperado, extendiendo su propia espacialidad.
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