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jueves, 2 de junio de 2011

No hay quien se salve

La desafección de la ciudadanía respecto a cualquier poder fáctico ha llegado a la máxima expresión tras el estallido de la grave crisis económica en la que estamos inmersos. Es fácil evidenciar esto en los recientes movimientos sociales, de generación espontánea, acontecidos en diferentes lugares del Estado. El mensaje es claro: quien nos ha conducido a la crisis debe pagar por ello.
Esta reclamación es tan legítima como legal. Pues solo hace falta apelar al principio de responsabilidad civil, según el cual en cualquier “acción u omisión [que] causa[ra] daño a otro, interviniendo culpa o negligencia[, el responsable] está obligado a reparar el daño causado”. Ésta máxima aparece sublimada desde hace tiempo como norma jurídica, recogiéndose en el artículo 1902 de Código Civil español.
Sin embargo, un análisis algo pormenorizado de todo ello puede llegar a alumbrar ciertas exenciones dadas por evidentes tras la primera lectura del principio citado. De los culpables, hay de evidentes. En primer lugar, aparecen los bancos. No hay duda. La crisis del crédito implica directamente a las entidades crediticias. Una concesión responsable y medida de éstos hubiera evitado el colapso. Pero, aunque ahora parezca mentira, nadie quiso verlo. Y economistas de prestigio profesaban la fe de la cultura del dinero fácil. Los grandes bancos no supieron ver más allá de una prosperidad y un crecimiento sin fin, donde el crédito era cubierto por más crédito y así sucesivamente. Parecía mentira que hubiésemos vivido tanto tiempo sin verlo, pero El Dorado lo teníamos en nuestras manos. No hacia falta emprender grandes aventuras, ni navegar largos océanos. Pues los bienes inmuebles habían recibido la gracia de Dios en la medida que su valía en el mercado crecía, aunque sin crecer aparentemente nada –pura ficción-. Pero era evidente que crecía. Aquí yace el primer y fundamental aspecto de la crisis.
El segundo blanco de los indignados son los políticos. La desafección, además, se fundamenta en la visión de éstos como un modo de parasitismo. Unas especies sumamente viles que han aprovechado la coyuntura del “servicio al pueblo” para el “autoservicio”. La política se aprecia como un gran buffet libre. Una vez uno entra y saborea sus mieles ya no puede evitar caer en la tentación. La idea subyacente, por ello, no deja de ser la de que el ser humano es corrupto por naturaleza y que, unos pocos seleccionados –por el pueblo- tienen acceso a todo aquello que el pueblo dispone para ellos.
Sin embargo, lo que aquí se quiere poner de manifiesto no es esta faceta que si, ciertamente, contiene su parte de verdad, no debería ser generalizable hacia el conjunto de la clase política sin excepción. El problema se ha encontrado más en la infestación colectiva respecto a la fe del libre mercado. Pues si alguien ha tenido en sus manos la posibilidad de regularización han sido los gobiernos respectivos. Pero si algún rebelde mostraba la alienación respecto a la fe, inmediatamente, el común lo tildaba de apóstata y se le calificaba con aquel ignominioso adjetivo de “intervencionista”. Cuando un gobernante optaba por este extremo, era, rápidamente marginado por los mercados, que veían barreras a su libre actuación y, claro, cuando el mercado es global, pues éstos lo tienen fácil. Hay lugares donde serán recibidos con alfombra roja –esto es, con una legislación mínima para ejecutar su “laissez-faire”-. Así, el pragmatismo indicaba que lo mejor era contentarlos y tratarlos con las máximas deferencias. Parecía un sinsentido, además, que con un crecimiento del 4% de la economía española –en 2006- alguien pudiera plantearse hacer un feo a aquellas ONGs con ánimo de lucro que habían hecho de España el país de las grandes oportunidades ¡Viva el libre mercado!
Seguimos. De la patronal, lógicamente, poco más se puede añadir. Pues, remitiendo a la cuestión del banquero; son también ellos los que han apostado por un modelo de crecimiento-ficción, junto a una deontología prácticamente nula. Han sido los exprimidores de la máxima avaricia del crecimiento sin límites que, sin duda, ha devenido una causa necesaria y fundamental del colapso.
Pero ¿y sus antagónicos? ¿Y los sindicatos? Aquí muchos caerán en la primera exención de responsabilidad. A ojos de tantos, los sindicatos continúan siendo los baluartes de la defensa del proletariado –en el sentido marxista de la palabra-. No nos engañemos. Ellos, como un poder fáctico más han sabido jugar a la perfección la práctica del doble rasero. Han fomentado el "aborregamiento" de la clase trabajadora –si es que en el siglo XXI se puede hablar en tales términos- exaltando la camaradería y neutralizando todo espíritu crítico individual más allá de la línea de pensamiento dictada por una directiva, tan privilegiada como la del empresariado. Han profesado un proselitismo barato, encubriendo todos estos privilegios, en tantos casos tan inmorales como lo que se ha comentado anteriormente de la clase política. Esto es, el servidor a la práctica del autoservicio.
Parece que ya no queda nadie, ¿o sí? ¡Quedamos nosotros! Y nosotros, ¿quiénes somos? Pues el “nosotros” refiere a todo aquél que no puede inscribirse a ninguno de los actores sociales anteriormente descritos, es decir, el ciudadano llano. Éste si que es el autentico damnificado. Y lo afirmo sin ironía alguna. Pues parece evidente que quien pierde puestos de trabajo, poder adquisitivo o es objeto de embargos y desahucios es difícilmente acotable a un grupo de interés como los citados. Pero, sin embargo, ¿estamos nosotros exentos de toda responsabilidad? No lo creo.
Sobre nuestras bases se ha apoyado el aparato que ahora queremos negar. En nuestras espaldas se han asentado los pilares de la injusticia, ahora por tantos reconocida. Cada uno ha pretendido su interés y, en ello, no hemos representado más que un terreno que, como tantos otros, ha sido vendido a la especulación del libre mercado. Ahora nos quejamos. Nos indignamos. Legítimamente. Decimos que nos duele ya el cuerpo de cargar el peso de un edificio, como tantos otros, devaluado por la crisis. Pero en su momento participamos del pastel. Claro, en menor parte. Pero lo hicimos.
Ahora, rebeldes, nos agitamos como agua hirviendo y pretendemos desmontarlo todo. Reclamamos, por ejemplo la dación en pago, cuando, en su momento, asumimos parte de un contrato donde fuimos casi tan irresponsables como aquéllos que nos concedieron crédito sin aval ninguno. Creíamos que, si llegaba el caso, podíamos hipotecarnos hasta el infinito; pues el sistema lo permitía. Asumámoslo, fuimos irresponsables.
Así, la crisis es cosa de todos y, todos, debemos cargar con ella. Si el sistema fuera justo –que no lo es-, repartiría esta carga en partes proporcionales a la cuota de responsabilidad del perjuicio común generado. Y ahí remito nuevamente a lo dicho al comenzar; al principio de responsabilidad civil. Que todos los poderes fácticos deberían pagar no es un consuelo que nos redima de nuestros pecados. Sólo es un aviso, para el presente y para el futuro. Una apelación a la culpa proporcional y a la responsabilidad común. Debemos tenerlo en cuenta.

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