Empieza un nuevo año, otro más en nuestra cuenta. Desde antaño, desde que el hombre es hombre –como reza la dicha- nuestro pensamiento ha sido cíclico. Enterrar lo caduco y abrazar la llegada del renovado aire que trae consigo la nueva fecha. Asimismo, en los nuevos tiempos, es tradición que toda persona bondadosa se haga sus buenos propósitos. No podía ser menos nuestro padre común –y no hablo de Dios sino del Estado- que procura también por el bien de su prolija y variada cosecha –los ciudadanos-.
De este modo, el nuevo año abre sus puertas a una serie de medidas legislativas que afectan, en mayor o menor grado, a nuestro quehacer cotidiano. No es propósito de este artículo enumerar todo aquello que va a cambiar, ni tampoco redundar en los asuntos ya debatidos hasta la saciedad. Sin embargo, un aspecto, solo citado lateralmente, y relacionado con una de las grandes noticias del año ha llamado mi atención. Se trata del desglose de la factura de la luz que –por si alguien no lo sabe todavía- ha incrementado su precio notablemente y de forma muy superior a cómo lo han hecho la media de los productos de consumo.
En lo ya dicho y en lo venidero, evitaré dar cifras y me limitare al uso de determinantes cuantitativos. Los números en estos casos tienen un carácter profundamente ambiguo y muy rara vez pueden expresar cualidades. Así pues, prosigo este escrito siguiendo este propósito.
Pues bien, resulta que, entre tantas cosas ajenas a la estricta producción eléctrica, se paga una tasa dedicada al desarrollo de energías renovables y, también, al coste de la producción de la minería de carbón. Las cargas impositivas tienen su razón de ser. Asimismo, promover el desarrollo de fuentes de energía limpias e investigar en esa dirección parece, sin duda, una gran inversión, ante la evidencia del agotamiento de los recursos fósiles. Pero en un profundo sinsentido, el gobierno avanza con una pierna y retrocede con otra. Y esta acrobática acción solo puede terminar de una forma: con un patinazo.
El Presidente del Gobierno apelaba a finales del mes pasado a la empatía nostálgica de la idea del minero. Así, hay que protegerlo, el Estado debe destinar una partida a su conservación. No lo podemos perder, el minero es patrimonio, ya no solo de Asturias, sino de la mismísima Humanidad. Este hecho tiene sin duda su intríngulis. A nivel económico, el análisis parece evidente: la míneria del carbón es insostenible, en todos los sentidos en que se puede utilizar el termino sostenibilidad. Cuando la obsesión es salir de la crisis, la atención debe centrarse en cómo poner en movimiento la rueda de la productividad y, sin duda, la práctica de la limosna –entendida en el modo aquí referido- no puede contribuir para nada a ello. El sufrido minero es ya un reducto del pasado y el esfuerzo se debe situar en la reconversión de un sector condenado.
Pero el porqué esto no sucede así debe leerse en una perspectiva que va más allá de lo meramente económico. Efectivamente, como se dejaba ya entrever, el minero, socialmente hablando, es más una idea que una realidad. En un tiempo en que se tiende cada vez más a la arqueologización y al simulacro, la realidad, en tanto que las cosas mismas sin adulterar, ha sido desvirtuada por una idea de una falsa tematización del mundo. Así, el minero, no es otra cosa que una connotación o una sensación más. Quizá el futuro de las minas, en los tiempos que corren, se encuentre en hacer de ellas un parque de atracciones. Creo que ya existe alguna montaña rusa que simula algo parecido. Quizá seria más aconsejable hacer las paces con el mundo, con nuestro mundo. Analízese el propósito.
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