Todo tiene un fin en la vida, incluso una ínfima piedra del
suelo; pues si la piedra pierde dicha finalidad nuestro mismo ser también
pierde el suyo. Esa poética moraleja, extraída de uno de tantos personajes secundarios del filme ‘La
Strada’ del genio Fellini recluye en su seno el fin mismo de la película e,
incluso, el nuestro propio.
Contenida e hiperbólica, realista y mágica, prosaica y poética.
De una comunión de acontecimientos más bien contingentes, la película se eleva alumbrando
lo más transcendental del ser humano. Cuesta desgranar los aspectos concretos
de los que se trata, quizá porque ulteriormente, se acaba tratando de todo en
todo y cada uno de lo que acontece.
Cuando Zampanò, un artista ambulante pierde a su ayudante; Gelsomina,
hermana de dicha colaboradora, la substituye. La madre, entre sollozos, suplica
a su hija que le haga ese favor, siempre a cambio de que Zampanò le retribuya
por el mismo. Gelsomina asume ese rol con cierta gratitud.
A medida que se va desarrollando el filme, el lacónico
Zampanò se muestra cada vez más cruel hacia Gelsomina, quien –más allá de algún
infructuoso conato de librarse de él- parece vincularse cada vez más a al mismo
y, con ello, a sus actos de violencia psicológica y –en menor medida- también
física que le propina.
Dentro de un marco complejo y frenético, los espectáculos se
repiten uno tras otro: siempre con el mismo guión y cada cual tan distinto al
otro. El universo felliniano se despliega líricamente a través de la
expresividad del rictus de Gelsomina y del contexto topológico y antropológico
en el que se vincula.
El ‘crescendo’ de la sensibilidad se pone cada vez más de
manifiesto – con un leitmotiv musical
que desgrana toneladas de nostalgia-. Quizá se anticipe un retorno hacia algo
originario; a una virginidad perdida. Un fin que, como se anticipaba en las
primeras líneas de esta crítica, todo tiene y que, en su progresiva perdida, el
espectador –pañuelo en mano- no podrá más que reflejarse en una cierta vacuidad
existencial.