Parece que, finalmente, se ha llegado a un acuerdo
entorno a la responsabilidad que tendrán los depositários chipriotas con
respecto a sus ahorros. Según las últimas noticias se aplicará un -¿gravamen?-
de entorno al 20% sobre los depósitos superiores a 100.000 euros.
Dicho esto, todos podemos concluir lo mismo: no pasa
nada, solamente se gravará a los depositantes más ricos; estemos tranquilos.
Solamente y, además, de entre estos ricos, más de una tercera parte son
millonarios rusos que se aprovecharon del régimen fiscal favorable que les
ofrecía Chipre –eufemismo que encubre el decir que este estado, es y ha sido,
en toda regla, un paraíso fiscal-. Así, ofreciendo unos tipos impositivos
desproporcionadamente bajos con respecto al resto de países de la Eurozona, Chipre
hizo –quién sabe porqué- caso omiso a una situación anómala, por otro lado, muy
previsible, y la Eurozona hizo la vista gorda, otra vez –como lo hizo, asimismo, con la anomalía que yacia
en el gravamen del impuesto de sociedades de la rescatada Irlanda; o, quizá, con
respecto al insuflamiento casi ilimitado de dinero por parte del impoluto
germánico a la exponencial creciente deuda griega; o sola e inocentemente a los
fondos de alto riesgo que, desde el luteranismo ahorrador que propugnaba la
Sra. Merkel, inyectaba dinero a grandes proyectos ineficientes a la vez que se
hinchaba nuestra burbuja inmobiliaria-. En todo caso, la Eurozona solo se
preocupó de expandir su moneda a tantos países como pudiera. La regulación, en
todo caso, se generaría por virtud sacrosanta del libre mercado.
Llegados a ese punto, nadie puede negar el juego
sucio de Chipre; captador de capitales en una Eurozona alérgica estos
procederes. Sin embargo, tras las regulaciones pertinentes, Chipre fue admitido
como Estado miembro y, en tanto a su estatuto, gozaba y se obligaba a los
dictámenes de la moneda común. Ingresado ya en el Euro, Chipre continuó engrosando
su sector bancario muy mucho; casi hasta sin ver el fin. Llegó a tal engordo
que este mismo cuadriplicaba la riqueza media de la isla griega -esto es, el
PIB de Chipre era tan solo una cuarta parte de lo que generaba su sector
bancario-, fagocitando más y más capital, hasta el destino final e inevitable:
El colapso.
Fue entonces cuando Chipre, sometido a una banca nacional
en plena quiebra, llamó a las puertas de la Unión. La situación era ya
insostenible. La UE y, en particular, la Eurozona, tras ciertos castigos sufridos
y el runrún de los que se avecinaban, se dotó de mecanismos para salvaguardar a
sus Estados miembros de un colapso genérico. Así fue como la UE, sumida en grandes
incertidumbres, decidió crear un seguro bancario, siendo ella misma la
prestataria en caso de siniestro. Todos sonrieron felices, entonces; pues no podía
haber mayor aseguradora que la institución misma que había creado el Euro.
La garantía que se ofreció, transcurriendo por aquel
entonces el año 2009, fue un seguro absoluto sobre todos los depósitos
inferiores a 100.000 euros. El caos, sin embargo llegó para finales de marzo de
2013, cuando la quiebra del sector bancario chipriota requiso de la ayuda
comunitaria. Entonces, en un primer momento, se planteó un gravamen algo
superior al 6% para los depósitos cubiertos en virtud de esa cantidad. La
repercusión inmediata fue la ruptura del sistema de seguros que recaía sobre
los depósitos inferiores, asegurados por la propia UE mediante distintos mecanismos -el FROB en el caso español- ¿Era una quiebra, pues,
de la misma institución comunitaria? La respuesta, días después, ha sido que
dicha carga habría supuesto una violación del principio de seguridad jurídica.
No era entonces un problema chipriota. Lo que se
ponía en duda era que aquellos Estados que se encontraban en una situación de
fragilidad económica y que, en un plazo medio, podían incurrir en un rescate,
pudieran incurrir, a la vez, en alguna medida arbitraria, como la impuesta a Chipre.
Ciertamente, lo más grave de todo lo acontecido es
sin duda, este ultimo punto. Pues es una garantía jurídica que cuando alguien
dispone de unas condiciones suscritas contractualmente, estas son vinculantes
para ambas partes y, sobretodo; que nadie, ni ningún factor exógeno puede
unilateralmente cambiar lo acordado. Este principio fundamental, básico y,
casi, constituyente del derecho civil de todo régimen constitucional, se ha visto violado en esta ocasión.
Dicha violación no es una afección sobre los más ricos –como hemos anticipado
al principio-. Esto es, sin embargo, una afección sobre sobre el conjunto de
las personas; pues jamás puede justificarse que lo acordado en vínculo jurídico
pueda ser substancialmente modificado.
Cabe decir e insistir, ante todo, que esto no es una
defensa a los más pudientes -mucho dista de serlo-. Es, fundamentalmente, una
defensa de la seguridad jurídica; una defensa a que la suscripción de unas
condiciones no puedan ser modificadas arbitrariamente según criterios de
necesidad. Todos y cada uno, debemos ser conscientes del valor de la seguridad
jurídica; pues sin su presencia no habría garantía de nada. Lo que se presenta
aquí es, ante todo, una apología al contrato; nada más. Pues su vinculación
permite disponer de las garantías de cumplimiento de los derechos y deberes
suscritos y, en último termino, es el fundamento del mantenimiento del orden
público.
Por todo ello y por las implicaciones mayúsculas, que
superan los ricos y pobres, el cumplimiento del deber contractual frente a la
arbitrariedad quebrantadora, debe ponderarse como algo mucho más preciado a los
efectos nocivos de los injustificados incumplimientos.
Pues, en esencia, la seguridad jurídica es el tronco común que permite la
evitación de todos los desvíos que pueden acarrear efectos nocivos sobre cada
uno de nosotros. Seamos o no chipriotas.