En los distintos artículos de este blog se ha sido muy crítico con el sistema partitocrático que domina la política española, prácticamente, desde el triunfo socialista de 1982. Asimismo, hay que dejar claro, de entrada, que la pretensión de lo que aquí se defiende no es, en ningún caso la supresión de los partidos políticos, sino más bien su purgación. Pues es innegable que, en ausencia de ellos -y, en tanto que posibilitan la aglutinación de tendencias e inquietudes- difícilmente se puede vertebrar un sistema que pretenda llamarse democrático. De hecho, la Constitución les reservó un papel fundamental, incluyendo su regulación en el Título Preliminar del texto (de los pocos que no están sujetos a ser modificados súbitamente y sin poder ser refrendados por el pueblo). Más aún, la Constitución considera, en su artículo primero, que el pluralismo político es un valor supremo del Estado y que éste encuentra su expresión a través de los mismos partidos.
Con todo ello, lo que se quiere poner sobre la mesa es la recuperación de la noción constituyente del partido político. Para ello, debe huirse de las tendencias bipartidistas. El partido debe reconstituirse desde la horizontalidad y la heterogeneidad, fomentar los mecanismos intrínsecos de participación y, sobre todo y fundamentalmente, representar a los ciudadanos que les dan apoyo. A todo ello, hay que considerar, también que, el electorado es flexible y dinámico y que, ante todo, se debe huir del dogmatismo extremo para fomentar el amoldamineto hacia las distintas coyunturas políticas y realidades sociales de cada momento (a distinguir del populismo); pues las soluciones del ayer, al fin, no podrán ser las mismas que las del mañana.
Sin embargo, la patología partitocrática no puede resolverse, por la vía de la imposición. Estos días, en Grecia e Italia se han asentado unos precedentes muy peligrosos y, asimismo, vistos como inocuos y necesarios por gran parte de su población. Puede que a corto plazo lo sean. Puede incluso que calmen, por un tiempo, las ansias devoradoras de esos monstruos insaciables que pretenden depreciar la deuda pública de dichos estados hasta el extremo mismo de su naufragio. Pero, en todo caso, los gobiernos actuales de Grecia e Italia no pueden considerarse en ningún caso democráticos en puridad. Ni apelando a que su constitución se fundamenta en un gran apoyo parlamentario. Ni siquiera justificándose mediante los sondeos que les atribuyen el respaldo mayoritario de la opinión pública de sus respectivos electores potenciales. No; así no puede funcionar una democracia verdadera.
Los técnicos son fundamentales, que nadie se confunda. Pero no puede conformarse un gobierno tecnocrático que pretenda ser anideológico. Pues es profundamente falaz aquello de que la no-pertenencia a un partido equivale a la carencia de “ideologia”. Mucho se ha vendido en los últimos tiempos entorno a esa doctrina de la “ideologia carente de ideologia” -que, en último término, es la puerta más cercana posible al absolutismo-. Aquel que pretenda ausentarse de los parámetros de medición ideológicos tiene, inevitablemente, pretensiones tiránicas. Y, así, los gobiernos tecocráticos, presuntamente “carentes de ideologia”, han ido tomando el poder con el consentimiento de todos para subyugarse, al fin, a políticas e ideologías muy definidas. De hecho, tanto Lukás Papademos como Mario Monti –los flamantes primeros ministros de Grecia e Italia- no son vírgenes políticamente -nadie lo es-. El primero, lleva en su currículo el haber sido gobernador del BCE. El segundo, fue un antiguo asesor del grupo de inversión norteamericano Goldman Sachs, uno de los principales poderes fácticos de la economía mundial y partícipe fundamental de la Gran Recesión. Son ambos, pues, ni más ni menos que personajes muy vinculados a la mal llamada “ortodoxia economica”; aquella entorno a la cual impera la máxima de la libre voluntad de los mercados.
Sin embargo, cierto es, que no podemos vivir en una falsedad y girar la espalda a la realidad. Hoy por hoy, una radiografía política global concluye con el diagnóstico de la disolución de la soberanía nacional para otorgarla a esos monstruos desgarradores llamados “mercados”. Al fin, esta visto que son ellos los que dictaminan las entradas y salidas de los gobernantes. La partitiocracia puede parecer ante todo un mal menor. Y, sin embargo, la solución no puede ser local –y, lo estatal, en un mundo global, debe considerarse como tal-. Si así fuera, ya podrían tomar las riendas los tecnócratas del mundo, pues, al fin y al cabo, a los ciudadanos de a pie les resultan arduas las labores gestoras. Si hay expertos; ¿qué hay que decidir?
Todo, al fin. Eso es la democracia. Aunque no seamos expertos, debemos dictaminar nuestro devenir y asentar nosotros mismos nuestras propias sendas. Hay que recordar que la falacia tecnocrática conllevó que “expertos” alemanes elaborarán, hace cerca de siete décadas, un complejo e infalible sistema de eliminación de los que fueron considerados excedentes humanos en Europa. És un caso extremo, pero, asimismo, se apeló a ese mismo principio que hoy despierta tanta unanimidad. Para evitar todo eso, se debe garantizar la libre información, evitar el excesivo poso sentimental de los discursos políticos y, a la vez, ser muy cautelosos con los populismos que súbitamente eclosionen. Debemos ser los ciudadanos quienes sepamos emanciparnos. Sólo, en una población social y políticamente madura, puede desarrollarse una verdadera democracia. Sé que, al fin y al cabo, las pretensiones son casi utópicas. Pero es el único camino. El resto, evidentemente, será la sumisión a las patologías partitocráticas y, peor aún, al peligroso paternalismo tecnocrático que asoma en el devenir.
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