Hace dos días Barack Obama advertía al mundo: “Estamos viviendo la historia en directo”. La frase puede considerarse tautológica, en el sentido en que la historia –a nuestro entender- es un continuo devenir y todo acontecimiento es en sí mismo histórico. Sin embargo, dentro de éste continuo lineal donde todo hecho tiene su lugar, el hombre discrimina lo relevante de lo irrelevante; lo trascendente de lo contingente. De este modo, el hombre entronizará estas fechas. Por que no hay duda de que lo acontecido y lo que acontecerá es y será relevante. Y será la misma historia, esto es, el devenir de lo futuro, quien determinará en que medida habrá que interpretar todo lo que se está viviendo durante estos días.
La situación ha sido la siguiente: las fichas del dominó estaban en un equilibrio frágil. Un viento algo más fuerte de lo habitual hubiese precipitado la caída de la primera. Así fue. Hace poco menos de dos meses un personaje anónimo, prendiéndose en llamas, agitó el aire. Fue un acto de rebeldía -y desesperación- extrema. Pero cuando la rebeldía va más allá de una agitación nerviosa y exaltada, y ésta no es contenida, traspasa una membrana. Entonces el rebelde pasa a ser un revolucionario.
El umbral entre la rebelión y la revolución ya ha sido traspasado. Lo fue en el mismo momento en que el sátrapa Ben Alí huyó forzosamente de su país. Y la dimisión de Mubarak ha internacionalizado la revolución. Porque Egipto no es Túnez. El primero quintuplica el PIB del segundo, mientras que multiplica por ocho la población. Egipto es la principal potencia del Magreb y su relevancia geoestratégica no es en absoluto despreciable.
Ahora sí, la bautizada como Revolución de los Jazmines forma ya parte de un ente superior, esto es, la Revolución del Mundo Árabe. Como sucedió con la Primera Guerra Mundial, donde un hecho contingente –pero en cierto modo inevitable- desencadenó una sucesión de declaraciones de guerra que dieron término a la primera Gran Guerra planetaria, aquí ha tenido lugar algo parecido. El efecto reverberante de un acontecimiento aislado ha dado término a un hecho histórico. Y ciertamente, el máximo referente histórico-revolucionario del mundo Occidental es la Revolución Francesa. La repercusión o, dicho de otro modo, el tamaño de las palabras que recogerán estos sucesos en los libros de historia, puede que sea comparable –el tiempo lo dirá- con las que nos explican ahora la mismísima Revolución Francesa.
Sin embargo, erraríamos profundamente al considerar que lo que acontece en estos momentos en el Mundo Árabe no es otra cosa que la transposición en otro lugar de aquello que aconteció en Occidente hace ahora unos siglos. Y no es así por una sencilla razón: el Mundo Árabe no es Occidente. Aquí yace una limitación atávica de nuestra mente: la dificultad de entender el cómo se rige socialmente una comunidad cuyos patrones de pensamiento no son equivalentes a los nuestros. Así, es recurrente decir que los árabes se rigen por la lógica del caos. El hecho es que el concepto de lógica es en si mismo Occidental. Un paso importante sería substituir esta idea por la de orden. Porque, ciertamente, cada comunidad sí tiene establecido un orden. Tomar esto como una premisa de partida debe ser fundamental. Occidente debe tenerlo claro: su modelo no es exportable a todo el mundo.
Por otro lado, cierto es que el papel que debemos jugar los ciudadanos del mundo no puede ser pasivo. En la medida en que se trata de la primera gran revolución de la era globalizada, la historia es vivida sincronicamente a escala planetaria. Así, el ciudadano del mundo no puede evitar ser activo, ya que el conocimiento de los hechos va intrínsecamente asociado a la creación de un estado de opinión. Los acontecimientos traspasan, pues, el espacio físico de donde éstos se desarrollan. Prueba de ello es este mismo texto.
Entonces, el resto del mundo pasa a ser actor de la revolución –aunque teniendo claro quien juega el papel protagonista en ella- ¿Cómo intervenir respetando la premisa de que el modelo de democracia Occidental no es siempre importable? En primer lugar, reformulando un concepto que ha resultado sumamente pernicioso y perverso: la idea de geopolítica. Si alguien ha mantenido estos gobiernos tiránicos y cleptocráticos ha sido precisamente Occidente. Porque si las cosas no han cambiado antes es debido a que a los Estados más poderosos ya les iba bien mantenerlo todo como se encontraba. Y el súbito cambio de posición con respecto a estos regímenes hay que entenderlo como una muestra más de que pervive esta maliciosa geopolítica: pues cuando la inercia al cambio es demasiado fuerte para evitarlo, más vale aliarse con él que no contradecirlo.
Si tomamos en consideración todo lo dicho, podemos tener unas pautas de cómo actuar. En primer lugar, partiendo de un conocimiento de la realidad social de estos países. Y esto no es tarea fácil, ni tampoco cualquier persona está capacitada para ello. También, por fortuna, el unilateralismo cayó en desgracia tras la Guerra de Irak y, ahora, nadie se atreve a ir solo por el mundo. Esto, sin duda, juega a favor de todos. El paso siguiente es dejar de lado el unilateralismo ideológico. Esto es, huir de todo aquel que proponga formulas cerradas y definitivas. Reducir la realidad a uno de sus aspectos es casi suprimirla. Pero introducir el máximo numero de vectores que la representen es un proceso lento. Así, más vale no tener prisa y hacer las cosas bien hechas.
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