Cuando, entre sollozos, el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, anunciaba la muerte del dictador Franco, en Portugal ya regía un nuevo orden democrático fruto de la popular Revolución de los Claveles. Portugal, como Francia en su momento, quebrantó su sistema político de forma integral. España, sin embargo, todavía se sometía bajo el régimen del yugo y las flechas.
La Transición Española -tan vilipendiada
como vituperada hoy- no fue más que un lento proceso de transformación
político. En efecto, fue un tránsito hacia otro modelo que, a diferencia de
nuestros vecinos lusos, no implicó ninguna rotura del sistema legal. Es más, podemos
afirmar con total certidumbre que el régimen jurídico-político en el cual participamos
se originó aquél 18 de julio de 1936.
A nadie mínimamente avispado se le
escapará la fecha. Fue, en efecto el día en que España se partió en dos: los
sublevados frente a los republicanos. El inicio de la Guerra civil. Los
golpistas contra los legitimistas. Porque, a pesar de todo, el régimen legal
vigente, en aquel momento, derivaba de la Constitución de 1931. Esto es, de la
Segunda República española; que se amparó, siempre, en la voluntad popular.
Pues fue éste quien, tras la fuga de Alfonso XIII y la consecuente declaración
de la República, decidió crear un poder constituyente cuyo mandatario sería el
pueblo y cuyo mandato o no sería otro que el de redactar una nueva Constitución.
La legalidad durante el período
de la Segunda República derivaba de lo antecedente. Se levantó sobre una
continuidad del sistema que, a su vez, permitió refrescar al mismo mediante la garantía
de derechos y deberes, más de tendencia progresista y liberal. Pero seamos claros,
no se puede decir lo mismo respecto a la “modélica” Transición.
Así, desde la muerte de Franco,
tras el nombramiento del rey Juan Carlos como jefe del Estado y de la –supuesta-
apuesta de este último por Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, España
se dio cuenta de que su único camino era la democracia. España no podía
permitirse ser una dictadura insular, en torno a una Europa democrática. Así,
Suárez decidió arremangarse y asentar las bases de ese régimen ambicioso pero embrionario
(léase, igualmente, el dar comienzo a la celebérrima Transición).
El trabajo del presidente Suárez
tuvo sus efectos: las Cortes Franquistas decretaron, mediante la octava ley
fundamental del régimen –franquista, por supuesto-, su auto-disolución y el
reemplazo de las mismas por las de un nuevo Congreso de los Diputados, donde
los escaños serían, más o menos, proporcionales al voto de los ciudadanos
españoles. Ésta ley fundamental; esta y no otra, fue la clave de bóveda de toda
la democratización del Estado. En efecto, fue Suárez quien, con sus dotes
persuasorias, llevó a los obscuros procuradores de las Cortes a votar a favor
de su desaparición (de aquí que ha sido apodada como la “ley del haraquiri”). El
Franquismo institucional procedió a su disolución.
Dicho esto, el resto es casi por todos
conocido. Pero cabe recordar, lo que se ha dicho al principio: venimos de la
legislación golpista. En efecto, la Transición no fue la peor, pero encubrió demasiado
una legislación en exceso amnésica. Esto es, que si ahora somos democráticos es
porque el alter poder; el poder
sublevado, rompió, en 1936, con un régimen político legítimo y respetable en
términos democráticos. Pero no olvidad: ese poder alzado fue el que negó
nuestra realidad. Y, sobre todo, recordad: el sistema político vigente asienta
sus bases en el poder rebelde que, institucionalizado, se blanqueó. Dicho sea
por última vez, el del yugo y las flechas.
En efecto, en la España
contemporánea, hubo una transición, pero jamás una revolución.
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