De inicio, cada uno en sus
atriles –en ese extraño ring de
lucha libre-. Se da el silbato inicial. Luego saltan a la palestra los cinco presidenciables y, mientras el resto
juegan al ‘más de lo mismo’, sin aportar novedades significativas, dos de ellos
destacan con diferencia sobre la monotonía monocroma de la soporífera medianía.
Y, no obstante siendo polos
opuestos y jugando tácticas radicalmente distintas, Pablo Iglesias y Santiago
Abascal, se alzan con diferencia sobre el resto de los candidatos a residir,
los próximos años, en el Palacio de la Moncloa –si es que eso es posible más
allá de Pedro Sánchez que, ante el bloqueo evidente, va camino de convertirse
en el funcionalísimo de todos los Presidentes
del Gobierno habidos y por haber.-
Lo dicho, el verde –en España neo-fascista
y, para nada, ecologista- y el morado –el liliáceo que se posiciona en el
flanco más izquierdista-, asaltan el plató con vehemencia. Uno des de la
serenidad de la experiencia, contemporaneizado
en sus tempos y en su virulencia
verbal –quedando lejos aquellas épocas en que interpelaba y exasperaba al
entonces Presidente Rajoy con su famoso “Tic Tac” del Olímpico de Badalona-. Ciertamente,
Pablo Iglesias es, ya un veterano de estos asaltos y, como tal, un moderado
púgil. Más politólogo que político, emana dosis de docencia en sus intervenciones
a la vez que vectoriza toda la
complejidad, aportando soluciones ante una realidad sumamente compleja.
En el otro extremo del pugilato,
Santiago Abascal, se muestra como el candidato populista –que en su tiempo pudo
ser el mismo Iglesias- pero con un discurso sumamente simplista y efectista
que, en todo momento, se desbordó por su flanco derecho. Pero, atención. Este
señor no bromea. Dice todo lo que muchos hemos querido escuchar más allá de las
paredes del salón de nuestras viviendas. Opuesto a Iglesias, su simplismo es
efectista, sobre todo hacia aquellas mentes –abundantes- que pretenden escuchar
lo que siempre han pensado y no han gozado decir. Todo un arribista que, a
diferencia de Iglesias, todavía está por conocer su techo electoral.
Sí, una doble corona del tamaño
de una catedral. Un empate técnico que obligaría a repetir la contienda si no
fuera porque el elector de uno y otro están inconexos; pues mientras uno
cercaba las orillas del Mar Menor, el otro hacia lo mismo con el Mar de la
Tranquilidad –aquél lunático terreno en que un tal Neil Armstrong marcó su
huella en su “pequeño paso” que determinaba el devenir de la Humanidad-. Y es
que de Humanidad era desbordante el discurso de Iglesias, como lo era de
inhumano el de Abascal –pues, como todo buen fascista, hizo gloria del ‘otro’
para achacar los males del presente que nosotros mismos hemos generado-.
Y, qué decir del resto. Pues
nada. Más allá de que Rivera vio pasar de largo su último tren y -el que, casi con
toda seguridad- lo dejará para siempre apeado del ring político, las glorias del bipartidismo fueron, sin duda, los
actores más débiles de la contienda. Con poco que ganar y mucho que perder,
moderaron sus ataques de forma muy premeditada. Casado no da para más -¡pobre!-.
Sánchez hizo uso de su calidad institucional de presidente –no lo olvidemos, en funciones-, para, de vez en cuando,
lanzar algún titular fatuo e inefectivo; pues su acartonamiento presidencial le privó de toda motricidad
expresiva que pudiera aparentar un mínimo de tranquilidad.
Así, los vencedores son claros.
Los derrotados también. Todo abierto y sin embargo, todo abocado a un periodo
de casi imposible gobernabilidad. No se atisban movimientos de desbloqueo a
corto plazo; pues si bien el árbitro alzo ambos brazos para coronar a los
ganadores de esta batalla –verde en la derecha y morado en la izquierda-, no
olvidemos que el recorrido es largo y que el resto de actores –no presentes
ayer en el ring- mucho tienen que
decir y decidir para consolidar el vencedor final. La batalla de la Moncloa
está lejos de resolverse.
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