El presente texto se ofrece como
una tentativa de entender un elemento arquitectónico tan menospreciado a lo
largo de la Teoría como es la nave lateral de las iglesias cristianas.
Asimismo, cabe anunciar de antemano que la tarea implica una aproximación
histórica y metafísica al fenómeno a tratar; pues sin la muleta que ofrecen
estos ámbitos del conocimiento es absolutamente imposible aprehender el
significado completo de la nave lateral como fenómeno arquitectónico en sí
mismo. De lo contrario, se ofrecería un texto de carácter estrictamente técnico
que, para nada se aproxima a la voluntad de análisis que aquí se pretende.
Dicho esto, es menester conocer
el rango temporal en el cual se moverá este análisis, así como los ejemplos a través
de los cuales se pretenderá alumbrar la teoría que aquí se expone. Así, el
punto de partida se situará en el siglo V dC y se tomará como paradigma la
basílica paleocristiana de Santa Sabina all’Aventino, de Roma. El punto de
llegada, se marcará casi un milenio después; esto es, en el siglo XIV y en el
que se utilizará como referencia la basílica gótica de Santa María del Mar, de
Barcelona.
Cuando utilizamos el término ‘basílica’
en los tiempos contemporáneos la referencia inmediata versa sobre un templo
consagrado por la autoridad vaticana. No obstante cabe hacer una cierta
propedéutica para conocer la génesis del término. Así, la basílica –en términos
estrictamente arquitectónicos- no es otra cosa que una tipología edificatoria
que deriva de los grandes edificios públicos de la Antigua Roma. La basílica
romana era un lugar polivalente que, tan pronto servía de mercado, como de
tribunales de justicia. Lo característico, en todo caso, es el tipo
edificatorio: se trataba de grandes espacios, de estructuras arqueadas y abovedadas,
sostenidas por columnas sucesivas sobre las que se descargaba el peso de un
edificio que, asimismo, versaba sobre su interior.
En el momento que las religiones
paganas remiten y dan paso al cristianismo, el templo clásico –eminentemente exterior-,
cede a este nuevo tipo edificatorio; pues la liturgia cristiana se basa en la congregación. Así, la basílica se emplea
como modelo imperante en tanto que los congregados
se reúnen entre ellos y ante Dios y, en todo caso, en un interior.
Sin embargo, la presencia de lo divino en el seno de la basílica –entendida
ya como templo cristiano- la obliga a sacralizarse. El procedimiento será reconvertir
el ábside, que pasará de ser un simple formalismo a una representación o
proyección de lo divino. Pues como es
sabido lo circular remite a lo eterno y, si Dios es la mismísima eternidad, que
mejor que la circularidad absidal para que éste se haga presente.
La basílica cristiana, sin
embargo, se simplifica sumamente con respecto a su modelo original; pues lo
relevante en ella no será otra cosa que el espacio como continente. Continente
de la congregación y continente de lo
divino. Así, esa dualidad busca solamente un espacio donde un Dios –y solo
uno- se manifieste ante el credo ¿Qué mejor que una caja –entendida como un volumen prismático penetrable- como prototipo
para lograr dicha empresa?
El problema de la caja, no obstante, es la ausencia de
direccionalidad de la misma. Un prisma con una adicción esférico-circular en uno
de sus extremos no deja de ser algo muy neutro. Dada la novedad de la
comparecencia de ese Dios único –frente al politeísmo pagano-, había que
reforzar la presencia del ábside y, a su vez introducir un elemento que
determine una clara orientación hacia él ¿Cómo resolver tal problemática?
Véase entonces el ejemplo de
Santa Sabina. Como se puede apreciar en la planta, la caja se acompaña de dos alas laterales de altura inferior que sirven
para justificar la presencia de dos franjas de columnas (una por cada ala).
Sobre esas columnas se suceden una serie de arcos de medio punto que, en su
conjunto generan una potente y –como apreció Bruno Zevi- acelerada
direccionalidad. Tomando en si el hecho que el intercolumnio es estrecho y que
los arcos se suceden sin discontinuidad, se logra dicho efecto visual: el
ábside pasa a ser, definitivamente, el lugar de referencia.
¿Qué es, pues la nave lateral?
Nada más que un elemento auxiliar. Una mera justificación
de la presencia de los arcos y las columnas, que, sin embargo no están para servir a dichas naves, sino a
la voluntad de resaltar la inmanencia de lo
divino, dentro de una cosmovisión en que Dios es uno-y-todo y, como tal,
debe presentarse. Así, el espacio queda desneutralizado
para potenciar cualitativamente el espacio absidal.
Ahora, se procederá a un salto
temporal de casi un milenio. Lo paleocristiano pierde el prefijo para devenir en
algo así como un pancristianismo. Dios sigue siendo uno-y-todo. Sin embargo, el
carácter de revelación que yace en
épocas pretéritas –y que obligan a direccionar
la mirada hacia Él-, se ha perdido; pues Dios es algo que, de antemano ya está.
La arquitectura eclesiástica del
siglo XIV debe, pues, conceptualizar algo muy distinto. En la medida que no hay
que validar un ‘dogma de fe’ –pues nadie dudará de su existencia-, lo que se
debe traer a colación es su carácter.
De las lecturas de Santo Tomás de Aquino se desprende un cristianismo
naturalista en base al cual Dios crea lo natural a su imagen y semejanza. En
esa medida, la iglesia ya no es un espacio cerrado entre muros. La caja se abre –metafóricamente y metafísicamente
hablando-. La contundencia del muro pasa a ser mera plementería; pues lo estructural
se concentra en las líneas-fuerza –tan características de la arquitectura
gótica-.
¿Qué será pues de la nave lateral
pasado un milenio? Pues que trasmuta de lo coyuntural a lo esencial. La
tradición-repetición de una estructura auxiliar pasa a integrarse como un patrón
donde la discusión teleológica ya no tiene cabida. Dicho de otro modo, el ‘por
qué’ tal elemento está ahí ya no interesa. El hecho es que está y ha estado
desde sus inicios. Una anécdota que queda integrada dentro del dogma mismo como
un indubitable.
Procedamos a mostrar lo hasta
ahora expuesto en el caso concreto de Santa María del Mar. Como se aprecia en
planta, la nave lateral ya goza de entidad
propia. Ni auxilia ni justifica, simplemente es en sí misma y, a su vez, es
en el todo. En la medida que el conjunto de la iglesia muestra el carácter
de lo divino y que, además, todo es
expresión de la divinidad, cada elemento muestra, a su vez, los caracteres de autonomía y creación. Esta dualidad se
muestra, por ejemplo, en la proporción; pues la anchura de la nave central es la unidad, las
naves laterales son media unidad –a la vez que las capillas que se encasillan
en los contrafuertes, son un cuarto de la misma-. Todo, pues, remite al uno y
el uno al todo.
Así, el conjunto de la iglesia es
un compendio de elementos autónomos que, articulados, generan otro elemento
compacto y proporcionado -el todo creado-. El espacio, pues, ilustra una cosmovisión próxima al panteísmo;
pues todo es a imagen y semejanza de Dios. A su vez, todo lo natural es su expresión y su misma creación -como se sugiere al asociar a Éste con la luz o la geometría-.
Lo revelador de este ensayo yace
en diversos puntos que han querido traerse a colación a través de ese elemento
tan inusual en la Teoría como es la nave lateral. Por un lado, un elemento
coyuntural que pasa a ser estructural e integrarse dogmáticamente en el
paradigma de la arquitectura cristiana. Por el otro, el trato distinto entre
diversas cosmovisiones que le otorgan a dicho elemento. Entre su carácter
auxiliar y su emancipación como elemento autónomo debe pasar casi más de un
milenio. Pero más relevante aún que todo lo dicho hasta aquí, es el hecho de
que todo lo que ha salido a la luz ha sido por medio del análisis de la nave lateral
como elemento arquitectónico a través de la introducción de las variables histórico-metafísicas. Éstas son las que han dado verdadero resultado en un estudio que, de otro modo, hubiera
resultado imposible o sumamente superficial.