Para sintetizar, la doctrina Parot se basa en un
principio popular muy conocido: “hecha la ley, hecha la trampa”. En este
sentido, como bien se sabrá, la ley tiene siempre un substrato teleológico o,
dicho de otro modo, se proyecta sobre un “por qué”. Así, el Código Penal de
1973 –aplicable en las sentencias anteriores al Código Penal de 1995, en el que
se eleva la pena a cuarenta años de cárcel- consideró que la pena máxima de cárcel
aplicable sobre un reo seria de treinta años ¿Por qué? Porque el legislador
consideró contraproducente extender las condenas más allá. Así, cualquier condenado,
fuera a los años que fuera –cientos, o miles, quizá- siempre quedaban reducidas
a treinta, y sobre esos treinta años se aplicaban los beneficios penitenciarios
correspondientes.
Sin embargo, como la justicia española ha tenido algunos
tics totalizadores, el Tribunal Supremo decidió, en 1996 y mediante una acrobacia
jurisprudencial, decidió romper con la finalidad de la ley –esto es, el trampeo
legal al que se refiere al principio del texto- y, así, negar los beneficios
penitenciarios a los reos por delitos, especialmente, de terrorismo ¿Cómo? Considerando que,
solo a este tipo de reo, se debían aplicar los beneficios penitenciarios sobre
cada una de las condenas. Así, si al resto de la población reclusa se le
aplican los beneficios penitenciarios sobre los treinta años -aunque hayan sido
condenados, supongamos, a trescientos-, a los terroristas se les aplican los
beneficios sobre cada uno de los delitos cometidos, de modo que al acumular una
pluralidad de los mismos, siempre se termina superando el umbral de los treinta
años.
Lo explicado hasta ahora debe llevarnos a ciertas
reflexiones; la primera es ¿qué es el terrorismo? Y ¿por qué merece un trato
desigual al resto de delitos? El Código Penal, que tipifica el delito básico de
terrorismo en su artículo 572, no dice nada respecto al mismo; pues lo define a
través de noción de “organizaciones o grupos terroristas”. En tanto que la
definición parte de lo definido, el Código Penal incurre en una tautología y
por lo tanto, nada alumbra con respecto a lo que pueda distinguir el terrorismo
del asesinato. En conclusión, y por economía procesal, el terrorismo no debería
distinguirse del asesinato, más si se considera que ambos cargan con la misma
penalidad. Por otro lado, considerar la sustancialidad del terrorismo es
imposible sin caer en la arbitrariedad de dar algo ya por supuesto, esto es,
que algo ya es de por sí “terrorismo”.
Sin embargo, no existe duda alguna de que este círculo
ambiguo al que llamamos “terrorismo” genera una especial repulsión en la
sociedad. Dentro de ese “ya dar por supuesto”, los “terroristas” merecen, a
ojos del ciudadano un castigo ejemplar. La justicia se ha hecho eco de este
rechazo y ha decidido trampear la ley con la doctrina Parot; de modo que,
contraviniendo la finalidad de la ley misma y respecto a la cual se sujeta la justicia,
se busca un hueco legal para cargar con el “terrorista” de un modo especial al
resto de reos. Sin embargo, un sanguinario asesino que acumule delitos que no
sean tildados de “terrorismo” puede gozar de los citados beneficios
penitenciarios. Es evidente que algo chirría en todo lo dicho hasta ahora.
La repulsa, totalmente legítima y comprensible, de los
asesinos –terroristas o no-, no debe llevarnos a una confusión en torno a lo
que significa nuestro derecho penal. Muy a menudo escuchamos aquello de “se
debe hacer justicia” y, ciertamente, se debe. Pero en ese comentario subyace
casi siempre la idea retributiva de la justicia –esto es, ojo por ojo, diente
por diente-, que contraviene la finalidad reinsertiva que le reconoce la
Constitución misma a los presos. En este sentido, los beneficios penitenciarios
deben ser entendidos en la línea de la reinserción del reo hacia una sociedad
normalizada. Privarlo, sin embargo, de estos beneficios es una infracción clara
del precepto constitucional que vincula la cárcel con la reinserción.
En conclusión, la doctrina Parot ha sido una praxis
antijurídica desde las diferentes perspectivas en que se mire. No obstante,
cabe dejar claro que el presente escrito no pretende hacer apología alguna de
los asesinos. Por otro lado, desde aquí también se entiende el infinito dolor
de la víctima y la voluntad visceral que el asesino reciba el máximo castigo.
Sin embargo, el legislador determinó una voluntad al definir la ley y el poder
judicial debe someterse a la misma. Por fortuna, parece que el Tribunal de Estrasburgo
obligará a corregir esta grave anomalía jurídica.
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