La digresión que a continuación se expondrá tiene su origen en la exposición Construir la Revolución, organizada en el Caixaforum de Barcelona entre los meses de febrero y abril de 2011 y todas las fotografías en color utilizadas en éste artículo formaron parte de ésta y fueron tomadas en 1999 por el fotógrafo estadounidense Richard Pare.
Cuando se procedió a la sistematización del arte, la arquitectura se constituyó en una categoría propia e independiente. Desde ese momento la discusión filosofico-estética se centró en acotar cual era el ámbito propio de cada una de esas llamadas Bellas Artes. No ha sido –ni es- tarea fácil este proceder, pues las propuestas han sido variadas y, a menudo, contradictorias.
Siguiendo, por ejemplo, las pautas deducibles de los principios del pensamiento kanitano –del siglo XVIII y de largo arraigo en la tradición estética moderna-, se puede afirmar que la arquitectura no constituiría un arte puro en la medida en que se trata de una creación interesada –pues és inherente a su esencia el ser representada o construida - y asociada a un fin –esto es, a una regla constituyente[1]-. Por otro lado, y tomando por principio lo que apuntó Heidegger a mediados del siglo XX, el construir (bauen) ha sido fundamental en la misma esencia del ser-hombre, en la medida en que el vivir, es un costruir particular de cada individuo o una ordenación posible de éste ante el mundo –entendido esto último como el conjunto de todo aquello con lo que el hombre se relaciona a lo largo de su vida o, en lenguaje heideggeriano, de su propio habitar[2]-. Entretanto, críticos de la arquitectura muy reputados, en la misma época, determinaron que el dominio sobre el que se entendía el arte arquitectónico era el espacio[3]. La disyuntiva ante las múltiples formas de entender el ser-arquitectura es plenamente vigente y cualquier posición, siempre desde su argumentación, es legitima. Sin embargo, para proceder a lo que a continuación se dispone se requiere tomar partida.
En un ejercicio con ciertas reminiscencias hacia la metodología heideggeriana se interpelará al habla del lenguaje. Pues, ¿qué es arquitectura? Desde esta posición, la arquitectura será tomada por su esencia constitucional, esto es, la αρχη de la τεκτονικός. El ejercicio hermenéutico que repreguntaría determinar lo que cada término significa en su origen griego podria dar lugar a largas disquisiciones. Sin embargo, simplificando la cuestión –y reduciéndola substancialmente-, aquí se propone una versión posible; αρχη se podría determinar como “el-origen-de o aquello-que-siempre-está”. Por otro lado, τεκτονικός respondería a lo se entiende por “construcción”. Aunando una cosa con otra, “arquitectura” seria “aquello que siempre esta en el construir”. Por lo tanto, seria ese construir, y no otra cosa donde yace el verdadero ser de lo arquitectónico.
Este ejercicio previo, algo largo y extenso, no será en ningún caso fatuo ante la naturaleza de lo que se quiere analizar a continuación: el Constructivismo Ruso. Pues si algún movimiento en la Historia del Arte y de la Arquitectura ha tomado la palabra “construcción” como hecho definitorio, ha sido éste. Y si la esencia de la arquitectura yace en la construcción se puede afirmar que, a diferencia de los múltiples movimientos Vanguardistas de principios del siglo XX, el Constructivismo es, fundamentalmente, Arquitectura; en su más pura esencia.
En primer lugar, desde su perspectiva artística. Pues el Constructivismo no es un mero construir o una construcción en el sentido trivial del término. El construir, en lo que toca al Arte, es la constitucion de una época y de un mundo. Se pecaría de exceso si se afirmara que el Constructivismo ruso tuvo la misma capacidad de construir-un-mundo que la que tuvo Brunelleschi con su Cúpula de Santa Maria di Fiore. No fue así, porque la historia posterior negó a este movimiento lo que en su esencia propuso. Sin embargo, la intención era tan potente como la que manifestó el mismo arquitecto florentino en su tiempo.
El contexto histórico-político en el que se desarrolló este movimiento es suficientemente conocido y no se profundizará sobre ello. Bastará con decir que, tras la Revolución Rusa, acaecida en el año 1917, el triunfo del bolcheviquismo supuso la ruptura del régimen zarista y la instauración de un estado socialista personificado en la figura de Lenin. La necesidad imperiosa de manifestar este profundo cambio social requería de mecanismos para hacer efectiva la construcción de la revolución. Y en ese contexto es donde la arquitectura, como arte de la construcción se hace verdaderamente efectiva.
Aquí, aparece la constucción como aquel mecanismo a partir del cual se podía lograr levantar una identidad social colectiva. Pues era necesario hacer aflorar en el pueblo la conciencia subjetiva, esto es, el ser de cada individuo. Un ser negado por la historia pero en el que el hasta ahora hombre-anónimo debía reconocerse como legítimo propietario; debía aprender a decir: soy (bin) y, a su vez, a construir (bauen) su propio ser. Un ser que, en esencia es colectivo, pero que se construye a partir del autoreconocimiento de cada sujeto como miembro de la comunidad.
El párrafo anterior muestra esta raíz comúnque posee la lengua germánica entre los verbos ser y construir –y que tan bien explicó Heidegger[4]-. La comunión entre el ser y el construir tiene plena vigencia en el ámbito que se trata. Pues independientemente del hecho de que éste no tenga relación directa con la cultura alemana, la asociación entre uno y otro verbo ilustra, en gran medida, el pensamiento subyacente del Constructivismo ruso.
El construir arquitectónico hay que tomarlo en todo el peso que el termino posee. En primer lugar como el construir material-fáctico o lo que tradicionalmente se entiende por construir. En lo que referente a este ámbito de la palabra, el Constructivismo ruso fue plenamente Moderno. De hecho abrió a Rusia las puertas de la Modernidad y de todo aquello que en Europa se venía ya diciendo. Lo pétreo dio paso al vidrio, al acero y al hormigón. Pero, sin embargo, lo particular del movimiento es que, el peso del construir social coligaba con el construir material-fáctico de un modo casi único en la historia de Occidente. Pues las posibilidades expresivas de los nuevos materiales eran explotadas más allá de lo que la misma técnica ofrecia. Todo ello acabó dando lugar a una estética muy particular.
Los requerimientos eran claros. Se construía para el pueblo y, en la misma medida, el pueblo debía identificar que aquello que se había construido le pertenecía. La rotura con el lenguaje que se había usado hasta entonces debía ser real y efectiva. Pues del mismo modo que el cristianismo optó por desarrollar una forma particular y distintiva en sus templos para no prestarse a confusión frente a las formas paganas, igualmente, el pueblo debía reconocer lo que pertenecía al nuevo Estado respecto al antiguo.
Las referencias, sin embargo –y como ha sucedido en todas las Vanguardias más rupturistas- siempre han sido lo ya-conocido. Así, la Torre de Comunicaciones de Vladimir Shukhov en Moscú se constituía formalmente como un símbolo de la Revolución y, a su vez, como un medio a través del cual se emitiría al mundo el mensaje socialista. Sin embargo, los ciudadanos y, especialmente aquellos que se habían trasladado del campo a la ciudad durante los primeros años de la década de los 20, debían hacer la debida translación hacia lo que en términos de la tradición y la historia representaba la obra; pues la torre no era otra cosa que un campanario moderno, esto es, un hito sobre el cual se constituye el pueblo y que, además transmite un mensaje. Las campanas habían cedido a los modernos sistemas de radiofrecuencia y la pesadez pétrea y prismática se transformaba en ligeros hiperboloides metálicos superpuestos y de naturaleza casi inmatérica.
No era la única referencia a la tradición y al clasicismo. En la Central Eléctrica Moges, también en Moscú, del arquitecto Iván Zholtovsky aquellas pilastras que habían obedecido, hasta el momento, a razones estructurales y/o compositivas y, por lo tanto, habían hecho muestra de toda su pesadez y materialidad; al pasar por el filtro constructivista, habían dado lugar a unas bow-window que se desarrollaban verticalmente, ofreciendo luz y transparencia al interior, mientras el entrepaño permanecía sin ningún tipo de apertura. Más allá de que la presencia de grandes vanos vidriados constituían un elemento moderno y de que transmitían una profunda voluntad de cualificar los espacios de trabajo, la obra de Zholtovsky –aunque, a tenor de lo que supuso su producción posterior y de su alineación con la grandilocuencia estalinista, constituye un hecho puntual y fugaz- representa una subversión total hacia el reglas del clasicismo.
Pero si ha habido algo sobre lo que realmente se ha fundamentado el Constructivismo ha sido su carácter de permanente-ir-elaborando. Además de ser esto un principio subyacente en la misma mentalidad obrera de la época, en el Constructivismo debe apreciarse como un proceso –o progreso- hacia un espíritu colectivo que unifique y dignifique a todo el proletariado mundial. Éste construir debe ser tan cómodo y fluido como sea posible, sin elementos que puedan obstruir el paso firme del ir-haciendo-camino. Así, la estética constructivista tiende a priorizar la curva frente al ángulo. Pues el ángulo no deja de ser un artificio –planos intersectados- y el movimiento natural del ser humano es curvo -idea que, por otro lado, tendría un largo desarrollo a lo largo del siglo XX e, incluso, del presente-. Los edificios hacen uso de estos mecanismos humanizadores y socializadores combinando rampas y escaleras que se desarrollan mediante expresivos helicoides. La hélice manifiesta, precisamente, esta idea de una ascensión fluida y, a su vez la misma ascensión simbólica que representa la construcción del estado socialista –cuyo máximo paradigma sería la Torre para la Tercera Internacional de Vladimir Tatlin-.
Las fachadas hacen uso también de la curva para generar dicho continuo fluido pero, además, estetizan fuertemente la idea de construir en tanto que progreso. Pues, en muchos casos, el Constructivismo remitía a aquello hacia lo que Le Corbusier, en la misma época, había hecho referencia a través de su gran manifiesto (Vers une architecture), esto es, la asociación entre la arquitectura y el transatlántico. Pero si la asociación de Le Corbusier se enfocaba más hacia lo técnico, el Constructivismo lo haría en la vertiente del movimiento. El estado socialista avanzaba y crecía a la velocidad que determinaban sus constructores y con la voluntad de dirigirse y universalizarse en todos los rincones del mundo. Así, el ojo de buey, por ejemplo, se había introducido en una gran cantidad de obras arquitectónicas. La Fábrica textil Bandera Roja del alemán Erich Mendelsohn en Leningrado –actual San Petesburgo- recoge este carácter de gran navío; con todo lo que formalmente constituían estos barcos: su puente de mando, los mástiles, puestos de vigía y chimeneas. Particularmente, esta obra es significativa ya que –dentro de las siempre dificultosas e imprecisas clasificaciones estilísticas- conecta al Expresionismo alemán con el Constructivismo ruso y, aunque, ciertamente, la estética de Mendelsohn puede ser interpretada de otro modo en su país, en el contexto ruso queda englobada dentro del movimiento revolucionario.
El desarrollo del Constructivismo, en la plena significación del construir y como manifestación de la arquitectura en su carácter esencial, puede dar lugar a una larga exposición pormenorizada y detallada que escaparía de la voluntad de lo que aquí se pretende ofrecer, esto es, unas pocas pinceladas que incidan sobre la relación entre arte, arquitectura y construcción y, asimismo, de la reflexión hacia la plena asunción de lo que significa cada uno de estos términos.
Sin embargo, es preciso antes de finalizar, extraer alguna conclusión retrospectiva de lo que fue el Constructivismo ruso. Ciertamente, lo primero que se puede decir es que fracasó -evidencia que todo lector que haya llegado hasta este punto puede perfectamente deducir-. Sin voluntad de entrar en disquisiciones políticas, hay que apreciar que éste fracaso yace, en gran medida, en la degradación que supuso el ideario inicial sobre el que se fundamentó la revolución, hacia un régimen totalitario como el instaurado en la URSS de Stalin. El socialismo –entendido originalmente- cayó en desgracia, por una parte, porque sus principios quedaron obsoletos; por la otra, porque quedo indeleblemente manchado por el absolutismo. Si se puede afirmar que la Historia del Arte y de la Arquitectura ha otorgado al Constructivismo su correspondiente cajón en el archivo clasificatorio de los distintos movimientos estilísticos, la Historia General a tendido a menospreciarlo o, directamente, a olvidarlo. Pues lo que queda en la memoria de las generaciones actuales sobre la URSS es, fundamentalmente, su decadencia y posterior desintegración.
La voluntad del presente artículo no pretende incidir en la posibilidad de reinstaurar o revigorizar ningún modelo social desaparecido o de marcar las pautas hacia uno de nuevo -pues esta cuestión entraría más en el terreno de la politología que no del Arte y de la estética-. Pero ciertamente, en la medida en que éste texto ha versado sobre la hermenéutica del construir, se ha puesto sobre la mesa la conjunción entre los distintos modos del mismo. El recorrido que aquí se plantea pretende abrir alguna línea de reflexión acerca de la posibilidad de cómo construir en la actualidad y, asimismo, asentar el precedente del Constructivismo para ser exprimido, en sus virtudes y defectos, más allá del análisis arqueologizante de la arquitectura. Pues, como ya se ha dicho anteriormente, el conocimiento de lo-ya-dicho es la base a partir de la cual podemos construir, en todas las medidas en que los hombres construimos.
Los que deben o deberán construir –en el ámbito fáctico-material del término-, deberían, asimismo, realizar cierto ejercicio critico acerca de la plenitud del significado de lo que es la construcción.
[1] Lease alguna edición de la Kritik der Urteilskraft (Critica del juicio, 1790) de Immanuel Kant.
[2] Recogido en su conferencia-artículo Bauen, Wohnen, Denken (Construir, habitar, pensar, 1951).
[3] Es el caso de Bruno Zevi, que lo hace patente en su obra Saper vedere l'architettura (Saber ver la arquitectura, 1948).
[4] En el artículo citado en la nota 2.