«El hombre elevándose a lo titánico pugna y conquista su cultura y obliga a los dioses a unirse con él, porque él en su propia sabiduría, tiene en sus manos la barrera y la existencia de estos dioses...»
Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, 1872
Estos días los medios de comunicación recogen una de las efemérides más relevantes de cuantas han acontecido jamás: el centenario del naufragio del Titanic. Sin embargo, la raíz de la misma mitificación de este acontecimiento histórico no puede tenerse, sin más, como algo arbitrario y, así, atribuirlo a la sola magnificación del cinemascope. Pues el hundimiento del Titanic no fue un hecho coyuntural sino un hito en el devenir del pensar ontológico del hombre.
Decía, en este sentido, la Poética de Aristóteles que la supremacía de la Poesía con respecto a la Historia es que, mientras esta última narraba lo sucedido la segunda lo hacia con respecto a lo que podía suceder. Y, en este sentido, el Titanic no podía naufragar. Era improbable e inviable y, así, fue recogido por los medios de comunicación de la época. De este modo, el sustrato de pensamiento de aquel tiempo -lo que en términos modernos se ha llamado Zeitgeist y que podría equipararse con la poética de la Modernidad- dictó sentencia y esta, a su vez fue asumida por el ser del momento.
Sin embargo, sucedió lo imposible. Un témpano díscolo que se descolgó de las norteñas aguas árticas rasgo la quilla del insumergible trasatlántico condenándolo a yacer, para siempre más, en las más oscuras profundidades del Atlántico. Así, en la medida que lo certeramente imposible se conformó como real, el hecho invirtió la idea aristotélica, siendo el acontecimiento histórico aquello que deshacía su contingencia y, en esta medida, deviniendo esencial. Pues algo de lo sostenido hasta entonces entraba en una crisis metafísica.
Y el hecho es que la ciencia, hasta entonces, arraigada, fundamentalmente, en la corriente positivista, creía en el desarrollo sin límite; en la profusión de una fe ciega hacia las formulas físico-matemáticas que determinaban todo lo posible y, por extensión, también de lo imposible. Siguiendo, así, estas leyes imperativas acontecía la certidumbre de la imposibilidad de una posibilidad: la del fallo mismo. La conclusión era sencilla: el Titanic, era la máquina más perfecta jamás construida por la mano del hombre, cosa que lo convertía, por lo tanto en algo absolutamente infalible.
Así, algo debía cambiar para siempre, inevitablemente; pues la ciencia misma, aquello respecto a lo que el hombre moderno se había entregado sin ligadura alguna y hacia lo que había trasladado su ser, había fallado.
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El hombre, sin embargo, se encuentra ineludiblemente vinculado a su historicidad y, en este sentido, el Titanic encarnaba a la perfección la idea de lo sublime en una sociedad que se había entregado a ella. En aquel momento, quizá, la tecnociencia ilimitada había comportado una sensación de cierto desbordamiento placentero. Lo sublime, por lo tanto, eclipsaba a lo bello. Para hacerse una idea de lo que significaba esto, puede uno remitirse a la lectura de la Crítica del Juicio de I. Kant, donde se contraponen, sabiamente, ambos conceptos. Así, mientras lo bello era aquello respecto a lo cual la intuición -esto es, los sentidos en su globalidad- determinaban un conjunto de sensaciones que no eran susceptibles a amoldarse a un precepto de la razón -o del entendimiento, dicho en términos kantianos-, lo sublime, invertía esa idea; era, pues, en este caso, el entendimiento lo que primaba ante la intuición. Así, mientras el entendimiento era capaz de pensar la infinitud, la intuición jamás podía ser capaz de representarla.
En esta medida, lo sublime producía una admiración reverencial en tanto que el hombre sentía su superioridad con respecto a lo sensible y, también, pues, con respecto a la naturaleza misma, en la medida que se entendía a ésta como el conjunto de cosas sensibles; pues solo su intelecto podía representar algo que la misma naturaleza no sabia dar. El hombre, pues, veía y sentía pero, en todo caso, conocía más allá de lo natural.
Sin embargo, lo más trascendental fue la negativa del mismo ser humano a reconocer que este pensar no era más que una derivación de algo acontecido mucho antes. El hombre, con su altivez, no quería reconocer y negaba sus orígenes, considerándolos superados y banalizando cualquier interpretación de los mismos. Sin embargo, éste está tan sujeto a la metafísica occidental como la Luna lo está, gravitacionalmente, a la Tierra y, esta, a su vez, al Sol. La modernidad, sin embargo, corría irrefrenablemente hacia una sola vinculación: la que emanaba de la doctrina tecnicocientifica, constituida como dogma de fe y respecto a la cual, cualquier duda, debía considerarse herejía.
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En Grecia, algo muy distinto sucedió hace 2.500 años. Pues, en aquel momento lo infinito –y por lo tanto lo sublime- no existía como tal. Solamente era algo con lo que se tanteaba peligrosamente. Una temeridad que implicó, finalmente, su autoinmolación –siempre ontológicamente hablando-.
Era entonces cuando los griegos hacían y deshacían su ser, para luego volverlo a rehacer, en el teatro. El ser, pues de Grecia, se remitía al mismo acto teatral y, por lo tanto, este último distaba mucho de poder ser considerado como un mero ocio. En él, el hombre encontraba su lugar en el espacio en tanto que reconocía su condición y su posibilidad; el ámbito de lo propio. Así, se reconocía en esta propiedad autolimitandose e imposibilitándose de ir más allá. Este era el verdadero ejercicio catártico –que, asimismo, distaba mucho, también, de la idea de purificación cristiana-. Sencillamente, se pretendía colocar las cosas en su lugar; sin más.
De este modo, los ejemplos de la trasgresión de ciertos personajes respecto a su naturaleza humana -la hýbris, como la llamaban los griegos- ponía sobre la escena las severas consecuencias que comportaba esta acción. Casos paradigmáticos son, en este sentido los de Edipo o de Creonte, que, en su voluntad de ir más allá y, por lo tanto de tender hacia ese infinito, todavía embrionario, fueron severamente castigados por los dioses.
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Llegados a este punto se debe proceder a coligar todo lo dicho y a exponer la conclusión. Así, como se ha afirmado al principio, el naufragio del Titanic no fue una coyuntura histórica de la que se pueda pasar por encima, sin consecuencias. Nunca, hasta entonces, confluyeron en un conjunto de variables -en este sentido, puramente coyunturales- altamente improbables, que cambiarían la cosmovisión del hombre en adelante.
Ciertamente, el Titanic naufragó. Su hundimiento trajo consigo mucho más que el elevadísimo tonelaje del mayor barco de vapor de la historia en el momento. Muchas más cosas debían desaparecer, en aquel momento, en aquellas frías aguas. En primer lugar, el positivismo acérrimo, inevitablemente, entraba en crisis; pues lo más absolutamente infalible devino falible, no sólo después de muchos usos, sino en el primero de ellos -esto es, en el viaje inaugural del Titanic, anunciado por la prensa anglosajona a bombo y platillo-. Así, aquel hombre, que exaltaba su vanidad de haber logrado descifrar las leyes universales de la física; de haber despojado a la naturaleza de su más íntimo intríngulis, se sentía impotente ante el fallo de su máquina más perfecta. La naturaleza, pues, había escondido una carta que no se supo prever y, contra todo pronóstico, ganó la batalla.
Pero, yendo más allá de lo dicho, el hombre no sólo negó su historia, sino que su misma altivez conllevó que la trasgresión se manifestara en el adjetivo sustantivado que daba nombre al barco: Titanic; esto es, ni más ni menos que aquello relativo a la más fuerte y desmesurada generación de dioses griegos. Pero, como si de una predestinación de la naturaleza se tratase y, como sucedía en las tragedias sofócleas, aquello que pretendió ir más allá de su ser y tentar la infinitud fue castigado con el no-ser. La hýbris inherente al conocimiento del suceso, fue extendiéndose sobre una sociedad que empezaba a estar mediatizada, ejerciendo, a su vez, un efecto catártico.
La conclusión, sin embargo, de este texto no es, en ningún caso, la de reforzar una concepción determinista, ni el pretender introducir la ontología de la Grecia, ya muerta. Lo relevante, es la inflexión que, curiosamente, en este caso tiene algo de reminiscencia hacia ese origen griego; la naturaleza moderna -y sus dioses antiguos- volvieron a situar al hombre en su lugar cuando en su sustrato metafísico no existían límites sobre ello. Así, el Titanic -y sin negar, la dimensión de la tragedia en los términos de vidas perdidas- pasa a ser algo metafísicamente relevante. Pues la falibilidad, desde ese momento, es algo presupuesto, ya, en todo. Así, mientras la historia seguirá tratando este hecho como un acontecimiento inscrito en su linealidad cronológica, lo que quedará, quizá ya para siempre, es la asunción del fallo y la imposibilidad de lo imposible, como nuevos pilares en esta plataforma ontológica en la que hoy nos movemos.